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La tortura te  deja indiferente. Sin árboles. Sin pájaros. Amasado de dolor, Vos, desde la impotencia, te empeñás en hacer reaccionar,  a tu compañero, gritarle,  decirle:

— ¡Aguantá! ¡Sé fuerte!, que no van a poder con nosotros. Él no puede mirarte. Verte. Porque está detrás del dolor que lo mantiene en un letargo de ojos abiertos mirando hacia la nada.

Allá están los otros, los que  hablan y vociferan palabras soeces, descarnadas, dirigiéndose a nosotros. Ellos, los del otro lado, desde la otra orilla de la injusticia, huelen a perfume y  sangre. A hembra y a bestia.

Miro a mi alrededor  sin comprender nada, como si presenciara una  película contada con  gran maestría. Sin embargo,  en cada sesión de tortura, se va haciendo real y amplia delante de nuestras miradas mortales. Al final me doy cuenta que es, por desgracia, no sólo una historia particular, sino, que todos los que estamos aquí, en este inmenso y atestado contenedor de cuerpos, podemos reconocernos en ese andamiaje de sombras desaparecidas del mundo real. Porque pertenecemos al teatro que montaron  para nosotros desde  el dolor y los silencios.

Los otros, los de la otra orilla, los carniceros, sufren de una ceguera prolongada y permanente, porque no nos ven como somos humanos, sino que observan  que trozo de carne atacarán en las sesiones del quirófano. En su  sordera, la risa cobra vida en sus gargantas, mientras las nuestras se secan en la impiedad de la sed y  la desprotección.

Por la tarde nos obligaron a sentarnos a empellones y forzados entraron cuatro más al cilindro. Apretujados y hambrientos escuchábamos hasta los latidos de nuestros corazones.  Uno de los nuevos, bajito y delgado,  con los ojos entrecerrados se sentó frente a nosotros. Nos ofreció un cigarrillo. ¡Dios mío, un cigarrillo! Cuanto hacía que no fumaba. No llevaba la cuenta. Permanecí mirándolo con asombro. Un cigarrillo, un cigarrillo, seguí diciéndome, mientras lo tomaba entre mis dedos como si fuera un antiquísimo amuleto contra el sufrimiento.

A estos tipos nada les importa, los han  convencido de que son perfectos, la envidia del mundo. Nada es verdad, pero los han educado así, para creérselo desde la soberbia de los necios.

gama de grises,  no sólo blanco y negro, pero estos tipos pertenecen a una categoría que aún no tiene nombre. El hombre, y esto lo digo desde una realidad  contundente, crea mecanismos psicológicos para protegerse. Recuerdo los primeros días aquí en el campo: la soledad, la carencia total de afectos, los abusos, el hambre. Todos los elementos materiales fueron  reemplazados por  torturas que se disfrutaban  a escasos tres metros de la celda donde dormíamos o agonizábamos entre excrementos. Pero increíblemente, en medio de esa crueldad y caos no podía dejar de  acordarme de Inés. Rogaba que ella se encontrara a salvo, en casa de sus padres, seguramente buscándome.

 El tiempo ha dejado de tener sentido,  sólo lo medimos por las oscuridades y los soles. Transcurrimos los días y las  noches casi siempre encapuchados, esposados, engrillados o con los ojos vendados, en el «tubo»

A lo que más miedo le tengo es a ser  «trasladado» de nuevo, porque sé lo que significa en su jerga macabra: te asesinan, así, sin más. Me aguanto las otras torturas porque además de las físicas, la vida aquí, en el campo, es una constante tortura psicológica. Al entrar  se nos asigna  un código, el mío es Y16. Nos insisten que hemos dejado de pertenecer al mundo de los vivos, ¡que somos de-sa-pa-re-ci-dos!  ¡Me entienden!, nos gritan ¡Desaparecidos¡ ¡No existen! ¡No son! ¡Nunca existieron! ¡Se esfumaron! Y para peor  ni siquiera podemos suicidarnos, sólo ellos, los Dioses de carne y hueso, son los dueños de nuestras vidas. Vamos a morir cuando ellos lo decidan, así de simple, tan concreto y contundente.

Muchas veces pienso que he muerto y nadie acude a mi entierro, sólo mi perro y  el  tormentoso canto de las chicharras, que se deja oír a través de la tapa metálica del ataúd. Nadie acompaña al hombre que me cubre con paladas armoniosas de tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

He muerto y no hay lágrimas para regar la única flor que recogí para mi funeral. Una mujer extraña parecida a Inés  mira desde lo lejos el entierro y al

Sin ser poderoso, tengo  a  mano todos los recuerdos, pero no logro precisar como muero, o si ya morí, y esto no es un sueño,  sino la absoluta certeza de la elipsis del tiempo. Mi mente, o lo queda de ella, se bloqueó a la realidad, en el instante mismo en  que la puerta se abrió de una patada y los tipos, repartiéndose, para agarrarnos a Inés y a mí aparecieron como un disparo. El resto parece una película en blanco y negro, porque aquí los colores no existen, salvo el rojo. El rojo contundente de la sangre

 

  Y la veo a Inés, a mi Inés, llevando  un vestido blanco de seda, etéreo, glamoroso, que se levanta con la brisa del pasillo del departamento de la calle Rivadavia, lleva además  un pañuelo azul en su cabeza a modo de vincha. 

Es como si la viera  por primera vez, pero ahora está aquí, frente a mí y alarga sus brazos para salvarme.

— Te estuve esperando Juan. Ya estaba por irme —me dice con esa sensualidad propia de ella.

Sabe  mi nombre, así que si lo sabe, es  mi Inés. Sin embargo,  estiro la única mano que puedo mover y no la puedo alcanzar. Se diluye entre la voz gruesa del León que ha venido a visitarnos.

—Tráiganme a ése. —Dice señalándome— El que tiene el brazo roto. ¿A ver que tiene para decirme esta tarde? —Su voz suena como el trueno

Y me revuelco. Me revelo y el León se enfurece y me patea y ya no veo nada, sólo la figura de Inés que se pierde entre los árboles azules de Andecito.

SUREÑA

 

               

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