El juez interior encerrado en la ciudad

Reunidos en la zoozobra, surgió el debate sobre la ciudad, y la relación de las gentes precarias y excluidas, el nuevo proletariado del siglo XXI, con el mundo que habitan; su interior y su exterior, la personalidad y la ciudad, lo uno y lo otro como reverso y anverso de una misma necesidad irrealizada; la necesidad de vivir. Una compañera habló de los conocidos, la gente corriente y molida vomitando esos gránulos tóxicos, como habiéndose atragantado de las entrañas de sí misma, cabezas como los fósforos apretados y fríos, cuerpos de serrín titiritero. Luego se refirió la compa a que, cuando consiguen estos conocidos marchar a ciudades más grandes, las monstruopolis Madrid Berlín Barcelona Londres, entonces no cambia su vida y siguen encerrados, aun habiéndose rodeado de muchas personas, pues la actitud de relacionarse con la ciudad y con los espacios públicos, habíase mantenido, en tales casos, muy lejos del expandirse hacia y desde los demás, muy lejos de desquitarse los colmados del irracional miedo.

Pues la ciudad nos contiene; aquella esquina y el chico que nos rechazó, el hombre que mirándonos nos dejó aquel escalofrío en el cuerpo, seco, helado y las cubiteras en la terraza del bar; bebiendo conocidos amigos entre el humo exnovios esfuerzos amores irrealizados, y por eso perdurables. Aquí estamos seguros porque la ciudad nos recuerda quienes somos; acaso si tajáramos la distancia tan corta con el nosotros del pasado, cuando éramos tan así, como los espejos colocados en los paseos y linderas, y teníamos este mismo miedo a salir a las tablas titiriteras falsas cotidianas desconfianzas.

Tod@s llevamos dentro el juez interior, cada uno en su cajita dentro del pecho, y a veces golpea con los garrotes y viene jodiendo. El juez mío dice si… avivas la desidia, deja de a-li-men-tar-la, que la vida nos decepcionó a todos, tienen que sacarse las orejeras, y desprender los cegadores trapos. ¿Defensa en el silencio y la exclusión?  Ni hablar. La vida es entretenida, ya ves, cantamos todo el tiempo, aunque callemos, dentro de nosotros estamos con la cancioncita que es una delicia desgarradora, como silbando en las entrañas, rasgando las cuerdas  del viento con los dedos.

Por suerte, visten otras gentes jueces más educados y menos jode-siempre, ropajes cómodos para desenvolverse, que no acumulan el polvo de la soledad en el armario del pretérito, tampoco se desnudan enfrente del espejo como queriendo dibujarse el futuro en fantasías y Narcisos; cuentan los huevos que han ido metiendo en las cestas, y tiran y destruyen, y crean cestas cambiando su forma de entender y afrontar la vida en la ciudad.

Hannah Arendt entendía la interacción social como aquello que nos hace humanos, y mientras la acción de romper el propio pensamiento concatenado por el miedo se postergar, seguimos sin acceder a nuestro mundo, la ciudad, porque no podemos definirla ni participar de ella. L@s jóvenes precarios, las becarias y las prácticas, inmigrantes, desemplead@s no podemos participar de una ciudad a la que se accede según el nivel de renta, porque andamos fuera, no somos ciudadanos, habitantes de nuestro mundo, sino extrañ@s hasta de nosotr@s mism@s.