Antropo (II)

Los espectros parecían abalanzarse hacia el tembloroso y asustadizo Antropo. Los árboles y arbustos y helechos, componían la última ópera que sería escuchada. La pieza del fin de los tiempos sonaba como la más temible de las certezas y el rasgar de los vientos amainaba todo lo que había sido, recluyéndolo en el olvido. Las ramas mecidas al unísono, encorvadas hacia el agua. Preñada por las lunas melancólicas, la noche impregnó de magnetismo los ojos suplicantes de Antropo, un animal indefenso ante el acorralamiento de la caza.

Antropo cojeaba. Con la intención de ahogarse, se introdujo en el lago escarlata. Su rostro despavorido huía de la palpitante realidad; la hora de la regresión, había llegado. Tenía la nariz arañada y los tobillos machacados por la desesperada carrera que había emprendido, arrojándose a los Desfiladeros; las piedras, los guijarros, los brazos de los árboles, le habían lastimado. El temblor de las manos le asía de los codos tirando de su cuerpo, flaco, débil y malnutrido; el miedo controlaba la dirección y los impulsos nerviosos, de modo que las arterias rugían como erupciones volcánicas.

Antes de que el agua escarlata le cubriera la altura del pecho acongojado, Antropo fue elevado por la invocación de los Tacras, manifestados en la serpiente de escamas plateadas que había salido relampagueando de las profundidades del lago, elevándose hasta las lunas. Fascinante y poderosa, la serpiente siseó con la lengua; un rayo azul que resplandecía en la noche, observando con los penetrantes ojos amarillos y atentos a Antropo que, de pronto, se encontró en la orilla.

— No temas, pues conocemos de vuestra desgracia — dijo la serpiente.

Antropo se quedó perplejo y tardó en responder.

— ¿Quién soy? — preguntó.

— Los Tacras te hemos apodado como Antropo, y eres el último de tu especie.

— ¿Y qué puede hacerse?

— Nada, a tal respecto.

—Estoy seguro de que en la galaxia más alejada, en el planeta más recóndito e inesperado, aun en unas duras y penosas condiciones, quedan más de mi especie.

— Hemos rastreado cada palmo, y la guerra acabó con vuestra especie. Os aniquilasteis, Antropo — dijo la serpiente.

— En tal caso, dejad que me ahogue.

— Ahora, no te dejaremos morir.

— ¿De qué hablas, serpiente?

— Lo más conveniente es que sigas vivo. Según las proyecciones solares, la arena indica que podrías vivir más de diez anualidades con nosotros, aquí, en el Planeta Tacras.

— Antes que convertirme en vuestra mascota, la muerte — dijo Antropo.

— A ver si así te fías — dijo la serpiente.

Antropo recibió una oleada de calor y se sintió mejor. Las heridas desaparecieron, y el Hommo Nuclearis pudo erguirse con las dos piernas.

— Gracias.

— Queremos que vivas para recopilar y clasificar toda la información posible, acerca de la historia de tu especie.

— ¿Para qué vivir?

— Te sacaríamos de los Desfiladeros, a cambio, aunque sólo si los análisis confirman que no eres contagioso ni contienes gérmenes patógenos, ante los que nuestra civilización se halle indefensa.

— ¿Adónde me llevaríais?

— A las ciudades muertas de los Tacras. Queremos conocer la construcción de vuestras verdades. Conservaremos vuestros conocimientos.

— ¡Ni siquiera me acuerdo de mi nombre!

— Si nos lo permitieras, los Tacras accederíamos a ti igual que nos hemos trasformado en esta serpiente plateada. Recordaríamos más allá de la guerra, pues en ti sólo advertimos el reflejo de la extinción y las sombras. Bombas nucleares y terribles batallas en que desparecían civilizaciones; arrancadas de cuajo las montañas, aniquiladas las hordas droides y contaminados los mares y océanos con la chatarra de las naves espaciales, agujereadas por los interminables disparos y bombas que segaban la vida de los planetas. Hemos visto estas imágenes, Antropo, y cuando accedamos a tu mente; también tú recordarás.

— ¡Nunca más!

— Recordarás tu planeta y tu ciudad, quizás el pueblo donde naciste, los viajes por la galaxia. Pero necesitamos tu permiso.

— ¡Pues no lo tenéis! He perdido las ganas de vivir, se han esfumado de mi cuerpo como si la energía me hubiera abandonado a una pesadilla universal, irreductible. Antes creí que había perdido el control sobre mi cuerpo. Estoy asustado, lo admito. Pero más terrible sería acordarme de los amores que perdí, si alguna vez amé a alguien, o de mi familia, si acaso tuve una. Si fue una vida feliz, no quiero saberlo, tampoco en el caso de que hubiera sido gris y desdichada querría. Las experiencias emocionantes suenan ahora igual de absurdas que el resto de posibilidades; fueron momentos, enterrados en la arena. Ya nada diferencia la felicidad de la desgracia, puesto que los seres humanos hemos arribado al final del aciago camino y los planetas han sido destruidos. Ya nada importa. La perspectiva de cargar, diez anualidades, con el terrible destino al que hemos conducido la historia, sentir los rostros ahora desconocidos y antaño aniquilados, la frustración de lo irrepetible. ¿Sabes qué, serpiente? Elijo la ignorancia.

— Privas a los Tacras de establecer una conexión con el pasado de tu especie. El último error de tu especie, ha sido cometido. Dejaremos algún tiempo, para que lo pienses.

— Dejad que las aguas me lleven — dijo Antropo.

Antropo vagó por los Desfiladeros, recorriendo los senderos de hiedra escarchada, dejando atrás los días y las noches. Apenas comía y esperaba algún peligro que acabara con él. Se precipitó por las quebradas y la caída fue suave; levitando sobre el suelo, nunca se estrelló, sino que fue depositado sobre la hojarasca. Cuando se desprendió de la montaña un alud de piedras, y le sepultó, los huesos fulguraron con la fortaleza del acero, resistiendo el empaque de la roca. Ya había planeado entregar su cuerpo al fuego, como un sacrificio; mas las chipas palidecieron bajo la lluvia ambarina que cayó en el Planeta de los Tacras, que habían dispuesto el fracaso de todos los intentos de Antropo por matarse, ignorando su corazón oscurecido a cada intento.

Sometiéndose al círculo de pensamientos venenosos que rondaban su mente, advertía cierta necesidad de odiar a los Tacras y a la serpiente; repudiando, sobre todo, la estupidez de una especie que se había conducido a la extinción, que se había extinguido a sí misma. La represión dejó de tener sentido, y se atrevió a odiar. Durante algunos periodos, Antropo consiguió despejar la mente en la contemplación de las estrellas, y esperó a que los Tacras se manifestaran.

El sol se cernió sobre la arena abrasante y, a lo lejos, se dibujó el contorno de un águila batiéndose en el cielo ocre, radiante de la luz esplendorosa, derramada como la leche sobre las dunas y los cactus batidos en espinas.

— Has tenido tiempo para pensar – dijo el águila.

— Sí, y la respuesta es igual. Me siento mal, y pretendes que acepte la restauración de mis recuerdos.

El águila emprendió el vuelo, apesadumbrada de que Antropo siguiera el camino que su especie le había impuesto. La historia de los seres humanos ya había terminado, aun antes de que le encontraran en una charco de radiación nuclear, puesto era el último espécimen que quedaba. Los Tacras permitieron que Antropo se ahogara en el lago escarlata, reuniéndose con las civilizaciones olvidadas en las profundidades submarinas, de donde habían surgido.




Antropo (I)

La historia de los seres humanos había llegado a su fin. Thánatos se había impuesto en cada rincón de la galaxia como una imparable vorágine, contagiando de enfermedad a la vida y empujándola a la regresión, a la muerte intrauterina de la civilización humana, sumida en los impulsos destructivos.

Uno de los últimos ejemplares antropomorfos, había sido capturado y encerrado en los Desfiladeros. Se trataba de un Hommo Nuclearis, un vástago de la guerra intergaláctica que había arrastrado a su especie, después de la cruenta y perfecta masacre, a una regresión hacia estadios primitivos, bestiales y violentos, inconcebibles en la mente de los Tacras. Superpoblados, los planetas se habían adentrado en un peligroso arremolinarse cerca del final; la abnegación a la que conducía la guerra, estallada como el punto final de la historia.

Los Tacras habían recluido al Hommo Nuclearis, que había sufrido un estado de desconcierto. En un primer momento, la comunicación había fracaso. Asustado, bañado en un sudor perlado, irascible como una roca ante la irremediable erosión de los vientos, el humano había gritado de impotencia, palidecido ante la inerte extensión de los Desfiladeros. Los cañones serpenteantes sobre la superficie del planeta; el cielo se despejaba palpitando, azotado por el látigo de los soles como un tambor que retumbaba en los arcos y horizontes de luz marfileña. Los cráteres se habían precipitado siguiendo las hondonadas y los volcanes habían escupido islas ya olvidadas.

Desarrollados hasta el punto en que sus cuerpos físicos servían de meros trasmisores; telepatía, telequinesis, levitación, la psiquis de aquellas criaturas del espacio suponía la conjunción evolutiva del saber, acumulado y clasificado. Los Tacras habían construido ciudades de mercurio y las habían abandonado, y si habían recluido allí al Hommo Nuclearis; a quien habían apodado Antropo a efectos del análisis, fue porque temían que, quizá, pudiera contagiarles una extraña fiebre que adivinaban en sus facciones asustadas: miedo en los ojos, calaveras y sombras en la frente atravesada y la mirada a la intemperie, brazos caídos y entornados hacia la soledad.

Lo único que recordaba era la guerra. Antropo derramó unas lágrimas y pensó, por un momento, que aquella pesadilla se desvanecería. Imágenes dispersas de miembros mutilados y ciudades devastadas, convertidas a una amalgama de caos y derrumbes. Locos que se habían comido a sus hijos para sobrevivir unos días más, demenciales torrentes de destrucción, planeta a planeta. Un escalofrió recorrió la piel de Antropo, y hecho un ovillo se abrazó las delgadas y desnutridas piernas.

Antropo se sintió como un repulsivo insecto que había sobrevivido al holocausto nuclear, a la radiación extendida por los planetas y galaxias, topándose finalmente con la tela de araña, el laberinto incomprensible en el que había aparecido; mientras, los restos de su especie vagaban transformados en polvo, por la inmensidad de los astros. Evocar algo más allá de la guerra y la devastación le resultaba imposible y la sensación de que los recuerdos se escapaban, liquidando su identidad y apresándole, le enmudeció.

Antropo salió corriendo. Corría en todas las direcciones y en ninguna, pues no conocía los Desfiladeros, y los caminos dejaban atrás nubes de polvo que quedaban suspendidas mucho tiempo, como millones de años luz después de que un planeta explotara. Se clavó unas piedras afiladas en las piernas, y la sangre tiñó el camino, que se tornaba más desafiante. Si había una dirección que seguir, era la muerte, la compañía y el calor de los suyos, en el eterno olvido de las nebulosas y cuerpos celestes.

Amplificado el dolor, Antropo se contrajo, y aulló a las dos lunas que se habían elevado como una bestia herida que llamaba a la manada, invocando la presencia de los sus semejantes en un desesperado intento, en la noche aciaga. Al formar parte de la comunidad, la manada de los Hommo Nuclearis que había sobrevivido a la guerra, Antropo podía pensarse a sí mismo y superar la barrera psicológica que había supuesto el holocausto, que todo lo había teñido de una oscuridad ininteligible.

Los peores presagios se habían cumplido, y nadie había creído entonces a los científicos que habían predicho, mediante las correlaciones estadísticas, los ajustes de las fórmulas y la comprobación de los cálculos, el fin de la civilización.

Las lunas desprendían un aura de perversa atracción, reflejándose en la sangre que, a borbotones, fluía por las piernas de Antropo. Se había detenido a descansar en las lindes de un lago escarlata, y observó las ondas del agua llameando en bocanadas que engullían la tierra, en una turbada paz. Los pulmones no se habían acostumbrado a la atmósfera y la gravedad del planeta Tacras. La percepción espacial se había emborronado en la mente de Antropo, que había recorrido, en verdad, una considerable distancia. Arrancó las hojas de unas palmeras achaparradas que caían sobre la línea que bordeaba el lago, enrollándose las piernas en un abrazo húmedo, sin recibir efecto curativo.

El viento espectral meció los árboles y silbó entre los pasillos de álamos cristalinos y trémulas en flor, cayendo sobre la atmósfera como una fina capa de hielo escarchado. El baile de las Sombras estremeció a Antropo, que se encontraba bajo el dominio del mundo de las ideas y las proyecciones fantasmales; miedos que le engullían en la turbulenta náusea del espacio. El miedo a la muerte y a la extinción, había sometido a las distintas y sucesivas generaciones de la especie; podían reproducir el ideal de cielo en las estrellas, abocándose al fracaso, significado en la propia búsqueda.

Continuará…