Estamos acostumbrados a la amnesia. Nuestra sociedad “líquida”, basada en la insatisfacción constante del consumo, no nos ha permitido comprender la necesidad de indagar en las raíces de nuestra situación, y de valorar la importancia de la Historia para buscar alternativas o simplemente para tener empatía con los problemas ajenos. Los tópicos nos invaden, la propaganda es más eficiente que nunca, y la incapacidad o desgana en contrastar las informaciones, nos llevan a creer a cualquiera con los medios suficientes para difundir las líneas editoriales de los grandes grupos de poder nacional e internacional. Digo esto ante la ceremonia de confusión con que nos regalan todos los días los medios de comunicación en relación a los conflictos de Ucrania y Oriente Medio, en los que la carga de intereses políticos y económicos en juego no permite encontrar análisis con un mínimo de objetividad crítica. Últimamente, sólo el historiador Inmanuel Wallerstein ha hecho una valoración global de la situación, en la que ambos conflictos se unen como en un gran tablero de ajedrez, permitiendo entender cómo esto no es más que la continuación del gran juego por el control mundial de los recursos que se inició mucho tiempo atrás, y que ahora se ha agudizado con la crisis económica global: “En Rusia hoy, casi todos a lo ancho del espectro político consideran que Occidente, y Estados Unidos en particular, ha conspirado con algunos otros –principalmente Arabia Saudita e Israel– para castigar a Rusia por sus acciones y supuestas fechorías al emprender lo que los rusos consideran como legítima defensa de sus intereses nacionales. El debate se centra primordialmente en Ucrania, pero incluye también, en menor grado, a Siria e Irán” (“Rusia y el sistema mundo hoy”, La Jornada, México, 8 de febrero de 2015). Pero vamos a centrarnos en el tema de Ucrania, y sobre todo en cómo se han aprovechado las tensiones históricas ya existentes para hacer explotar el conflicto.
Mis recuerdos de Rusia me llevan a dos viajes que hice a la Unión Soviética de 1990. ¿Quién iba a decir entonces que sus días estaban contados? Tuve ocasión de constatar las enormes tensiones nacionalistas en las regiones bálticas y la existencia de una dominación prácticamente colonial de las repúblicas centroasiáticas. La “nomenklatura” del Partido Comunista acaparaba el control de todo el entramado económico, lo que les permitió después repartirse las grandes empresas públicas, organizando el sistema mafioso del período Yeltsin, y preparando el camino al actual régimen autoritario de Putin. Queda por hacer un serio estudio de las terribles consecuencias que para la población rusa tuvo la apresurada privatización, o más bien robo, de todos los servicios públicos del país, que condujo a la miseria y a la disminución de la esperanza de vida de la mayoría, mientras una minoría de oligarcas se hacía con toda la riqueza. No sólo Rusia sufrió el trastorno socio-económico del hundimiento del sistema soviético. En todas las repúblicas resultantes del desmembramiento del país se produjo el mismo resultado, agravado por los conflictos étnicos y fronterizos entre ellas, especialmente en el Cáucaso. La guerra de Chechenia nos dejó las imágenes más impactantes del horror que supusieron las consecuencias de la descomposición de ese mundo.
En 1991, cuando, tras el fracaso del golpe de Estado contra Gorbachov, el Sóviet Supremo de Ucrania proclamó la independencia del país, las esperanzas estaban puestas en las posibilidades democráticas de un Estado alejado del poder de Moscú. Pero desde entonces Ucrania ha estado profundamente dividida entre sus relaciones con Rusia por un lado, y con Europa por otro. Supongo que en la memoria colectiva del pueblo ucraniano estaba el genocidio producido por la política estalinista de colectivización, el “Holodomor”, que durante los años 30 produjo más de diez millones de muertos, y cuya historia no ha sido suficientemente contada. El periodista polaco Ryszard Kapuscinski recogió informaciones y testimonios desgarradores de supervivientes de aquella tragedia en su libro “El Imperio” (1993):
“El campesino Vasili Luchko vivía con su mujer Oksana, una hija de once años y dos hijos varones, de seis y cuatro. Oksana, una mujer emprendedora, solía viajar a Poltava en busca de comida. Un día, un vecino de Vasili viene a verlo y ve que el cuerpo del hijo mayor cuelga del marco de la puerta.
– ¿Qué has hecho, Vasili?
– He ahorcado al chico.
– ¿Y dónde está el otro?
– En la despensa; lo ahorqué ayer.
– ¿Por qué lo hiciste?
– No hay nada para comer. Cuando Oksana trae pan, se lo da todo a los niños. Pero esta vez, cuando lo traiga, a mí también me dejará comer un poco…
Eran terribles las tragedias que se vivían cuando los que iban a otras regiones en busca de comida, a la vuelta, no encontraban a nadie con vida. El campo vivía bajo el dominio de la muerte… /… A mediados de los años treinta, la situación de la población rural llegó a ser tan desesperada que se consideraba afortunado el que daba con sus huesos en la cárcel: allí por lo menos le daban un trozo de pan”.
“De muy diversas maneras explican los historiadores el genocidio cometido en Ucrania. Los rusos ven en él un instrumento con el que se quería destruir la sociedad tradicional para construir en su lugar una masa informe, sumisa y cuasiesclava. Los historiadores ucranianos opinan que el objetivo de Stalin no era otro que salvar el Imperio. El Imperio no podía existir sin Ucrania…”
Una delegación del Sóviet Supremo de Rusia y de la URSS viajó a Kiev a finales de agosto de 1991 para tratar de convencer a sus camaradas ucranianos de que reconsideraran su decisión sobre la secesión. Aún quedaba en el aire el espinoso asunto de Crimea, la península del mar Negro donde se halla amarrada lo mejor de la flota de guerra rusa, y clave para la salida al Mediterráneo, un objetivo largamente perseguido por todos los gobiernos rusos desde Catalina la Grande, y cuyo dominio produjo una de las guerras más crueles del siglo XIX contra las grandes potencias europeas, que veían en el expansionismo ruso en esa región un peligro para sus intereses. El pasado y el presente se unen aquí. Los puntos débiles de la estrategia militar rusa quedaban al descubierto con la independencia de Ucrania, cuya población basculaba entre Oriente y Occidente. Los sucesivos gobiernos que ha tenido el país desde entonces han mostrado igualmente esta disyuntiva. Durante la década de los noventa las condiciones socio-económicas sufrieron el mismo descenso en cuanto al nivel de vida de la población y se vivió la misma concentración del poder en manos de la antigua “nomenklatura” soviética y de oportunistas especuladores que en Rusia, con un aumento generalizado del mercado negro, una corrupción rampante, y un autoritarismo político tan fuerte que el presidente Leonid Kuchma (1994-2005) fue declarado como uno de los mayores enemigos de la Prensa por el Comité para la Protección de los Periodistas en 2001. La oposición le acusó de estar relacionado con el asesinato del periodista Georgiy Gongadze, lo que motivó la primera gran protesta ciudadana contra su gobierno entre 2000 y 2001. A partir de aquí, las fuerzas políticas ucranianas han estado profundamente divididas, ya que Kuchma y su sucesor, Yanukóvich, no ocultaban sus posiciones pro rusas, mientras sus opositores, representados por Viktor Yúshchenko y Yulia Timoshenko, veían en la Unión Europea un aliado para lograr cambios políticos y sociales más cercanos a Occidente y al liberalismo económico.
Esto explica la “Revolución Naranja” de 2004, antecedente de los acontecimientos del “Maidán” de 2014. Las causas son similares en ambos casos (acusación de fraude electoral, denuncias de autoritarismo y represión, corrupción y desvío de fondos públicos, …), aunque con resultados bien distintos. En el caso de la “Revolución Naranja”, la transición política fue pacífica, y durante los años que mediaron entre ambos acontecimientos se turnaron en el poder gobiernos de uno y otro signo (no sin tensiones con Rusia a causa del suministro de gas, usado como instrumento de presión por parte de Putin para influir en la política ucraniana), hasta que en 2014 entran en juego grupos de extrema derecha, de clara inspiración nazi, que fuerzan un giro violento a las manifestaciones de protesta contra el presidente Yanukóvich, que unos meses antes había rechazado un acuerdo de asociación con la Unión Europea, y había decretado duras leyes represivas contra los manifestantes. Estos grupos llegaron a ocupar el Ministerio de Justicia y a secuestrar a funcionarios públicos, elevando la tensión hasta generar disturbios que dejaron casi 200 muertos en febrero de 2014. A partir de aquí, la cadena de acontecimientos no ha hecho sino acrecentar el nivel de violencia y enfrentamiento entre las dos tendencias políticas del país, acusando la diferencias geográficas y étnicas entre las zonas habitadas por población de origen ruso y el resto. Por supuesto, la posición de Rusia y el gobierno de Putin quedó en entredicho, al acoger primero al exiliado ex presidente Yanukóvich, depuesto por el nuevo parlamento de Kiev, y al proteger sus intereses en la península de Crimea después, ocupando y anexionando el territorio de hecho.
La presencia en las protestas del Maidán de representantes políticos de la Unión Europea, como la comisaria de exteriores, Catherine Ashton, y del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, hicieron pensar no sólo en un apoyo explícito de Occidente a los cambios producidos por la violencia de las manifestaciones contra el gobierno pro ruso de Yanukóvich, sino también en su participación directa en el proceso que llevó al “golpe de Estado” que obligó a huir al presidente Yanukóvich, ante la forzada disolución del Parlamento y del gobierno. Esto convirtió a la crisis ucraniana en un asunto internacional: Rusia se vio directamente atacada, no ya por fuerzas ucranianas internas, sino por toda la fuerza mediática de la Unión Europea y Estados Unidos. Poco después de la anexión de Crimea a Rusia, comenzaron las sanciones económicas y el aislamiento político al régimen de Putin, que reaccionó firmando acuerdos bilaterales con China y reuniéndose con los representantes de los países emergentes (BRICS: Brasil, India, China y Sudáfrica) para intentar contrarrestar la influencia occidental, y crear un nuevo bloque económico alternativo, al tiempo que se mejoraban relaciones con países latinoamericanos como Argentina o Venezuela, y se reiniciaba la cooperación nuclear con Irán.
La violencia en Ucrania no ha parado de crecer. Las zonas rusófonas del Este del país (Donetsk y Lugansk) se autoproclamaron repúblicas independientes, y, aunque Rusia no lo ha reconocido nunca, han contado con apoyo suficiente como para resistir e incluso ganar hasta ahora la guerra abierta que desde hace casi un año se desarrolla en su territorio, en lo que es ya una auténtica guerra civil. Parece que tras las últimas victorias militares de los separatistas contra el gobierno del nuevo presidente ucraniano, Petró Poroshenko, han obligado a realizar negociaciones de paz en Minsk, capital de Bielorrusia, en la que han participado, además de Rusia y Ucrania, representantes de Francia, Alemania y Estados Unidos, que no han parado de elevar el tono contra Rusia hasta caldear el ambiente en una situación que muchos ya califican de una “nueva Guerra Fría”. Hay quien dice que la bajada espectacular del precio del petróleo no es sino una estrategia para debilitar al bloque ruso. No obstante, en un entorno de crisis global, este conflicto más bien parece una huida hacia delante por parte de las economías occidentales, que utilizan a Ucrania como ariete para someter las ambiciones de Rusia, y controlar su mercado y sus recursos. Por parte de Rusia, también se ve como una oportunidad para “recuperar” el terreno y la influencia perdidas tras la disolución de la Unión Soviética, que, en el fondo, no fue al final sino una experiencia imperial más con claros tintes nacionalistas. La imagen de Putin está en juego en esta historia, sobre todo en un momento en el que, entre las pérdidas económicas por la bajada del precio del petróleo y los efectos de las sanciones, la población rusa podría sufrir las consecuencias. En todo caso, es la gente común la que siempre acaba pagando los platos rotos. Y Ucrania vuelve a vivir uno de los peores momentos de su historia.