La paciencia

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–Aguanta un poco hijo, sé paciente, esto no puede durar mucho, después nos cubrirá la paz de los cielos.

Quien animaba así era una madre que, ante el llanto de su bebé de pocos meses, se exprimía el seno derecho por ver si todavía manaba algo de leche para calmar aquellas lágrimas, lamentos que no brotaban sosegados, como emergen las penas  del silencio. Aquellas lágrimas, entrelazadas con justificados gritos,  eran exigencias de su derecho a mamar. El bebé todavía no gozaba otros derechos que lo amparasen. El pecho izquierdo ya estaba agotado, como piel reseca, igual que las carnes hambrientas de aquellos brazos que apenas podía sostener a su hijo.

Se acercó otra mujer y ofreció al niño sus mamas todavía llenas, nutridas por la subsistencia, ayuda que la cruz roja o la media luna roja les hizo llegar meses atrás, en el anterior refugió. Esta madre ya no tenía criatura a la que ofrecer sus pezones, pues el fragor de los explosivos se lo había llevado, y ella, con el duelo todavía dentro de su espíritu, creyó que podía apagar el llanto ajeno, como se trasplanta un corazón u otro músculo. Mientras el bebé, con quejidos entrelazados por las ansias de las hambres, acomodaba su carrillo en la calidez humana, y a la vez, con sus labios ansiosos, surcaba el busto en busca del milagroso pezón.

Ambas mujeres se sonrieron en silencio, con gratitud, la primera al ver satisfecho a su hijo, la segunda por dejar que  compartiese la vida que acarició sus senos. El bebé, eructando unos buenos provechos, asombró al silencio que, extrañamente, se cobijaba entre los muros derruidos y el humo de las bombas.

De pronto se rompió el tiempo silencioso por la caricia invisible, pues aquellas personas, refugiadas pacientemente entre las ruinas de la ciudad, elevaban sus ruegos a los Dioses: desde algunos lugares resonaban los cantos gregorianos, rezos que se confundían con las notas de la música religiosa sufí, y entre tales súplicas timbraban las salmodias talmúdicas. Y allá donde las notas no coincidían por creerse cada partitura con exclusivo dominio de su Dios ensalzado, nunca llegaban  a ver que el Todopoderoso que buscaban había partido del mismo lugar, o no existía lugar alguno, y si no había lugar, hasta dónde llegarían sus oraciones para que parasen los bombardeos.

Los obuses comenzaron de nuevo a surcar los cielos, a impactar sobre la inocencia ya derruida, sobre la paciencia ya impaciente, sobre la esperanza derrochada.

La gente se dispersó en busca de amparo.

Aquella mujer, con su niño en brazos,  caminaba  a cielo descubierto, desoyendo los gritos de ayuda que le lanzaba la mujer que había ejercido de madre.

–Ten paciencia, hijo mío, será muy poco el tiempo de espera, pues mi pacto con Dios ha sido quebrantado por él, no se deja ver ni da explicaciones –aquí la mujer fue invadida por la duda; no podía discernir si era justa con su Dios, si había tenido suficiente conformismo con Él, si Éste llegase a juzgarla como sacrílega… El derrumbamiento de un muro aledaño le abrió los ojos a la realidad, y prosiguió–. Entereza, hijo; confío en que la muerte, que vive junto al señor, aquí en Alepo, no falte al compromiso que adquirimos con ella… La trayectoria de alguno de estos proyectiles nos ayudará a encontrarla, sé paciente, hijito, que ya llega.

El niño dormía con placidez, quizá soñaba, a saber qué quimera perseguía, pues sus labios, aquellos que minutos antes se aferraban a los pechos vacíos, ahora parecían esbozar una sonrisa.