Cartografías imaginarias (I)

El deseo de saber dónde estamos, como llegamos allí y hacia dónde nos encaminamos, es tan antiguo como el propio ser humano. En todo lugar y momento, los mapas han sido dibujados para permitirnos encontrar nuestro rumbo; en la arena o en la piel, en papiros o sobre lino. El misterio de nuestra situación en el espacio siempre ha requerido un soporte gráfico, como si el hecho de señalar con el dedo un punto sobre la superficie dibujada de un mapa nos diera la misma seguridad que cuando nos miramos ante un espejo y nos reconocemos fielmente. Es más, en el espacio leemos el tiempo de nuestra trayectoria vital, y comprobamos sus efectos constructivos o destructivos. El dibujo de un mapa surge a la par que la escritura. En sí mismo es un lenguaje que marca deseos de aventura, de poder, de autoafirmación, de proyectos, de conocimiento. Toda nuestra historia está ahí. En el pasado se tardaban años en confeccionarlos. Ahora se toman imágenes digitales de calidad increíble para crear un mundo virtual de mapas en un instante. Parecen lograr una imagen del mundo totalmente objetiva y precisa, pero la forma de los mapas procede de las creencias y los prejuicios de la gente que los ha dibujado. Los mapas no sólo han intentado representar el mundo. Son ventanas a épocas pasadas llenas de las pasiones y preocupaciones de aquellos que los hicieron. Cada cultura los ha usado para definirse a sí misma, para comprender su entorno, para imponer orden tanto en su mundo como en el de sus vecinos. Sus límites representaban un más allá desconocido y con frecuencia aterrador, mientras el interior era ordenado y aportaba la seguridad de la civilización, tal y como podemos comprobar en el mapa de la abadía de Ebstorf del siglo XIII. que las monjas usaron como guía espiritual, y donde representaron su visión cristiana del mundo. Es un mapa sobre la fe. Su intención no era definir límites geográficos reales ni mostrar cómo ir del punto A al B, sino que su objetivo era hacer que la gente se centrara en un reino espiritual más alto, que se fueran alejando de la tierra y alcanzaran el cielo.

En el siglo XV, los aztecas también usaron mapas para concentrar información sobre sus propias creencias. Nos dieron una perspectiva singular sobre su imperio. Uno de ellos forma parte del Códex Mendoza, que describe su vida y sus rituales. A primera vista no parece un mapa en absoluto. A nuestros ojos occidentales, no tiene sentido. Pero es porque los aztecas tenían una concepción muy diferente del espacio. Es en realidad el mapa de una ciudad. Muestra la capital, Tenochtitlán, el lugar donde se halla hoy día la ciudad de México, construida en su origen sobre un enorme pantano, y se pueden ver los canales recorriendo una gran X azul sobre el centro. Arriba se puede ver el templo principal, y abajo encontramos perturbadoras imágenes sobre los sacrificios humanos (una percha de huesos con la calavera de un enemigo derrotado). El mapa está lleno de información simbólica sobre la sociedad azteca, con un enorme águila descansando sobre un cactus en el centro, haciendo referencia a la fundación de la ciudad. Bajo el águila hay un escudo con siete plumas y varias lanzas que simbolizan la autoridad de los nobles, y bajo la ciudad, la imagen triunfal de dos victorias militares. Pero en el momento en que se creó este mapa (1540), el imperio azteca ya había sido conquistado y colonizado por los españoles. El mapa fue solicitado por el gobernador español Antonio Mendoza como regalo para el rey. Se emplearon artistas aztecas para hacerlo con el objetivo de mostrarle al monarca las nuevas ciudades y territorios que poseía. ¿Qué intentaban comunicarle estos artistas nativos? La clave para entender este mapa reside en las figuras masculinas dispersas por toda la ciudad. Representan a los gobernantes, los ancianos, y sobre todo al sacerdote (dibujado más grande que los demás, y pintado de negro), porque éste es un mapa sobre la jerarquía. Trata sobre una estructura social muy profunda que quiere presentar su ciudad a través de estos temas, en vez de indicar por dónde fluyen los canales o qué calles la cruzan, porque ésa es la naturaleza de la sociedad azteca: una jerarquía absolutamente piramidal y perfectamente estructurada. Los artistas nativos que dibujaron el mapa estaban haciendo un seguimiento de las glorias pasadas de la civilización azteca. Es una celebración de sus edificios más importantes, de sus rituales y de sus creencias. El mapa es el registro de un poderoso imperio conquistado por los soldados españoles, pero también es una imagen realmente trágica de todo lo que los aztecas perdieron.

Mientras los aztecas mostraban imágenes simbólicas «conmemorando» la pérdida de su imperio, los europeos realizaban mapas aún más detallados para comprender mejor los territorios que acababan de conquistar. Estos mapas empiezan a parecerse más a los que usamos ahora para viajar por el mundo. Pero, aunque fueran más precisos, seguían mostrando las creencias y  prejuicios de aquellos tiempos. Los ingleses se mostraban especialmente curiosos sobre los habitantes de sus dominios conquistados, y en el siglo XIX los mapas se convirtieron en una fuente popular de información. Algunos de los mapas más lujosos de Londres fueron realizados por un prolijo cartógrafo llamado James Wyld, que se especializó en atlas del mundo. En 1815 creó uno muy minucioso, al que llamó «Carta del Mundo que muestra la religión, población y civilización de todos los países», en un ambicioso proyecto de catalogar todas las estadísticas disponibles de la población mundial. En la leyenda del mapa describe todas las diferentes denominaciones religiosas, y luego pasa a realizar unas descripciones fantásticas sobre la idolatría, en las que dice: «ausencia fingida o sincera de religión», que, al parecer, compartían 153 millones de personas. También incluye el ateísmo, al que se refiere como un «estado de ignorancia absoluta» (unos 30 millones de personas se ajustaban a su descripción).

Este tipo de anotaciones se pueden ver por toda la superficie del mapa: en Oceanía describe a los habitantes de las islas Fidji, Nueva Zelanda o Nueva Caledonia como «caníbales»; y en el océano Atlántico encontramos una tribu, los Jagas, que «demuestran su adoración a los dioses con frecuentes sacrificios humanos, especialmente niños».

El mapa de Wyld se hizo en  un tiempo en el que las fuerzas imperiales británicas se estaban extendiendo por la India, Sri Lanka y Sudáfrica. Wyld usó el mapa para satisfacer la curiosidad de la gente y confirmar sus peores sospechas sobre estos nativos tan desconocidos. Hay incluso una escala para conocer lo civilizada que era cada nación, en forma de números romanos del I al V: El I es completamente salvaje, mientras que el V es muy civilizada. No es ninguna sorpresa por tanto que Inglaterra tuviera la marca más alta, al igual que Francia. Pero si observamos el resto del mapa, los indios del Canadá, así como los pobres caníbales de los Mares del Sur, tienen un patético I. El mapa de Wyld fue un intento de reafirmar a sus lectores que Gran Bretaña y sus habitantes estaban en la cumbre de la civilización. Es una verdadera expresión de los temores ingleses, de sus prejuicios, pero también de sus preocupaciones, como era el modo de gobernar a los pueblos extraños y no cristianos, que iban a formar parte del Imperio.

pasar de página

En la Gran Bretaña del siglo XIX el afán de conseguir estadísticas por el rápido crecimiento de la población estaba ganando ritmo y eficiencia. Los mapas se estaban convirtiendo en poderosas herramientas que podían usarse para identificar problemas sociales e incluso salvar vidas: En 1831, la «muerte triste», la primera epidemia de cólera en el país, se cobró la vida de 32.000 personas. El aprendiz de cirujano John Snow luchó por mitigar sus devastadores efectos, y desarrolló una idea sobre sus causas. Pensaba que la enfermedad se transmitía por pequeños microorganismos invisibles al ojo humano, y sospechaba que las cloacas estaban contaminando el agua potable y extendiendo la epidemia. Cuando el cólera arremetió por segunda vez, Snow examinó algunas muestras de agua del suministro que usaban las víctimas en el sur de Londres, y descubrió que todas estaban contaminadas por la suciedad de las cloacas. Identificado el problema, en 1849 publicó un informe sobre su teoría para explicar el origen de la enfermedad, pero nadie le tomó en serio. Para convencer a la gente de su veracidad, el doctor se convirtió en cartógrafo, paseándose por las zonas afectadas y marcando casa por casa todos las muertes ocurridas. Hizo un mapa de las calles, y pronto surgió un patrón. Se dio cuenta de que todos los que bebían de un depósito concreto eran los que morían. El mapa de Snow mostraba el progreso mortífero de la epidemia y la cantidad de muertes cerca del depósito parecía confirmar su teoría. Tras esto exigió el cierre del suministro de agua a través de ese depósito. Tras ciertas vacilaciones, la desesperación hizo posible que le hicieran caso. Gracias a su trabajo los mapas son ahora un arma poderosa en la batalla contra las enfermedades. Ahora mismo por ejemplo se realizan mapas sobre los efectos del cambio climático en la salud (¿que ocurriría si un aumento de la temperatura supusiera el desarrollo de la malaria en zonas hasta hoy exentas de esa enfermedad?).

Mientras las ciudades industriales se expandían por Gran Bretaña, los victorianos más acaudalados temían por el aumento de pobres en su ciudad. Los mapas se convirtieron en herramientas para entender la pobreza y las enfermedades. La pobreza era una molestia. ¿Qué hacer con las masas de ciudadanos pobres que se habían asentado en las ciudades en las décadas anteriores? El tema de la pobreza inspiró al rico empresario Charles Booth a crear uno de los proyectos cartográficos más sofisticados de la era victoriana. Decidió actuar cuando supo que el 25% de los londinenses vivían en la miseria, y financió a un equipo de investigadores para realizar un informe sobre los niveles de pobreza en la ciudad. Toda la información sería marcada cuidadosamente en una serie de planos callejeros. El proyecto duró diecisiete años (1886-1903). La misma meticulosidad que había puesto en sus negocios, la plasmó en sus estudios estadísticos: gracias a los cientos de entrevistas y observaciones de sus investigadores, se pudieron crear una serie de mapas con un código de colores que mostraba los niveles de riqueza y las clases sociales de todas las calles de Londres. El amarillo indicaba las zonas más ricas, el rosa y el rojo las clases medias, el azul y el negro eran las más pobres. Booth recogía información sobre los salarios, las condiciones laborales, y lo que él llamaba «influencias sociales y morales». Éste no sería un simple mapa sino un perfil social muy detallado de la ciudad. Vivió incluso con algunas familias, y anotó sus opiniones en unos cuadernos. Sobre los que estaban justo por encima de la linea de la pobreza escribió: «los niños tienen menos posibilidades de sobrevivir que los de los ricos, pero creo que sus vidas son más felices. Es posible que sufrieran más por estar mimados que por haber sido estrictos con ellos, ya que crecen con más entereza, y se convierten en el orgullo de sus madres y en los dueños del corazón de sus padres». Es interesante destacar que antes de la aparición de este estudio, la pobreza era vista como un «problema moral». Una de las cosas que mostraron sus mapas fue que la pobreza no era consecuencia del alcoholismo o de la pereza, sino el resultado de un problema complejo, que debía solucionarse a través del estudio una gran variedad de fuentes de información. Los resultados de sus entrevistas se anotaban en los cuadernos y esta información se reflejaba después en los mapas. Al final demostraron que la pobreza se extendía por toda la ciudad. Había grupos de pobres junto a zonas de gran prosperidad, por lo que se pensaba que su situación podría solucionarse.

El proyecto de Booth proporcionó pruebas gráficas que ayudaron a promover una legislación para mejorar las condiciones de vida en la era victoriana. También potenció una campaña para proporcionar una pensión a los mayores que ayudaría a aliviar la pobreza. Los mapas de Booth demostraron que más de un tercio de los londinenses vivían en la miseria, mostrando una estadística nefasta, pero, de algún modo, plasmando el problema en el mapa, el tema se hizo más manejable, convenciendo a la sociedad de que había que hacer algo para mejorar la situación.

Continuarán las “Cartografías imaginarias” a partir del siglo XX en la siguiente parte del artículo.