Mirarse el sexo
Quién le iba a decir a la Doctora Ochoa que su programa de televisión “Hablemos de sexo” era la confirmación definitiva de lo que había anunciado Foucault en 1976 en su “Historia de la sexualidad: La voluntad de saber” [i]. En esta obra ya clásica, el subversivo filósofo francés propone una tesis sorprendente: en contra de lo que solemos pensar, el sexo no es algo prohibido o reprimido, sino algo de lo que se incita a hablar, un terreno hecho de discursos, de escritura, de investigación, de confesión, de testimonio, de conocimiento.
Una compleja red de saberes se ponen en circulación desde el siglo XVIII hasta la actualidad alrededor del sexo, promoviendo discursos de muy diverso tipo vinculados siempre a la sexualidad: las enfermedades de los nervios, el onanismo, las perversiones, la procreación, el cuerpo, los delitos. Poco a poco, el sexo va a convertirse en el centro de nuestras vidas, va a ser la base de multitud de saberes, y lo que es más importante, el criterio fundamental para establecer nuestra propia identidad como sujetos.
Este dispositivo de sexualidad tuvo efectos trascendentales en la redefinición de las prácticas homosexuales. Hasta el siglo XIX la sodomía era una categoría del antiguo derecho civil y canónico, describia un tipo de actos prohibidos; el autor era sólo su sujeto jurídico. En cambio, el “homosexual”, categoría que aparece en la segunda mitad del XIX, es algo muy distinto, “ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una infancia, un carácter, una forma de vida […] Nada de lo que él es in toto escapa a su sexualidad. Está presente en todo su ser […] El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie” (p. 56).
Este análisis es importante para comprender hasta qué punto las formas de (auto)representación que hoy tenemos los gays, las lesbianas y los transexuales tienen una historicidad y unos valores concretos. La homosexualidad nace dentro de un discurso médico, psiquiátrico, como una patología, y lo que es más importante, como una forma de identidad global que se impone al sujeto. Dicho en otras palabras: ¿hasta qué punto hoy en día es importante para muchos gays el hecho mismo de “ser” gay? Cuando uno se mira así mismo ¿qué importancia damos a este criterio, el del tipo de relaciones sexuales que uno mantiene? Uno puede basar su identidad en que es del Real Madrid, o en que es gallego, o en que le gusta la copla, o en que es negro, o en que es vegetariano, o en su sexualidad, y puede dar mayor o menor importancia a todas esos criterios. Sin embargo, en el caso de los gays, este criterio de “mi sexualidad” tiene una relevancia especial por dos razones: primero, por el propio dispositivo de sexualidad de que habla Foucault, es decir, porque el “sexo” está instalado en nuestra sociedad como un criterio fundamental de inteligibilidad, y segundo, porque en el caso de la homosexualidad, se trata de una forma de sexualidad que es perseguida como algo anormal por un contexto homófobo, que te señala como un bicho raro o como un enfermo.
Esto marca una diferencia respecto a la heterosexualidad. Ésta es también una invención reciente, pero al estar dentro del marco de la normalidad, al establecer ella misma “lo normal”, no está marcada. De modo que aunque los heterosexuales no dejan de estar dentro del dispositivo de sexualidad, su orientación no les define totalmente o globalmente como sujetos. Es decir, casi ningún heterosexual es consciente de que lo es, mientras que muchos de nosotros tenemos muy presente que somos gays.
Esta situación plantea una curiosa paradoja: los movimientos de liberación sexual han abrazado sin darse cuenta el propio dispositivo de sexualidad. La doctra Ochoa nos pide hablar de sexo, y nosotros respondemos obedientemente contando nuestras prácticas, sentimientos, temores, vergüenzas, amores… desplegamos discursos y saberes que son reapropiados por ese poder que nos ha preguntado. Mostramos “la verdad de nuestro sexo” en la tele, en la radio, en las revistas. La paradoja es que quizá la liberación no está ahí, en responder a esa exigencia de hablar sobre sexo, ni en producir significaciones para el poder.
Beatriz Preciado, en su espléndido “Manifiesto contra-sexual”[ii] plantea una nueva estrategia para desestabilizar el dispositivo de sexualidad. Reivindica el dildo como herramienta para romper con el sistema sexocrático y con los intentos de naturalizar la sexualidad. Este desplazamiento es fundamental para “desterritorializar el sexo”, es decir, mostrar su carácter vacío y establecer una estrategia contra-sexual donde ya no sea posible instaurar nuevas verdades sexuales, porque su carácter de parodia ha sido desvelado irreversiblemente.
Quizá debemos entonces movernos hacia esos lugares de los que nadie habla, esos placeres que ningún saber reconoce como sexuales, lugares que, por supuesto, no voy a revelar aquí.
NOTAS:
[i] Michel Foucault, Historia de la sexualidad: La volunta de saber, Siglo XXI, Madrid, 1978.
[ii] Beatriz Preciado, Manifiesto contra-sexual, Opera Prima, Madrid, 2002.