El tributo

Las palas del helicóptero giraban rápidamente y a la poca altura a la que se encontraba el ingenio volador provocaba un auténtico remolino en las azules aguas del estrecho. La Operación Paso del Estrecho, más conocida como OPE, hacía pocos días que se había iniciado, y las previsiones a tenor de las estadísticas anteriores y de la coyuntura del momento, había hecho pronosticar a los burócratas de la capital – personas que vivían a más de medio millar de quilómetros de donde ocurrían los hechos y del mar – que esta temporada, la afluencia de inmigrantes rondaría unas tres decenas de miles de vidas humanas. Pero, en esa franja de mar que separa dos mundos, dos culturas, los números dejaban de tener sentido, allá donde la realidad golpeaba día si y día también con desgarradoras historias y dramas personales.

Pero, a poco más de diez metros de altura sobre el nivel del mar, con el ruido ensordecedor del helicóptero, el rescatador colgado de un cable de acero, solo provisto de un traje de neopreno, aletas, gafas y tubo, no tenía tiempo, ni podía permitirse en pensar, en todas aquellas personas que se le habían muerto en sus brazos a causa de la hipotermia, ahogamientos o por colapso del sistema al bajar la adrenalina al creerse salvadas. Obviamente su interés en las declaraciones provenientes del Ministerio eran aún menores.

El Estrecho, cruce de culturas y de mares, es un espacio donde a diario  cientos de embarcaciones de todas las esloras lo cruzan en una u otra dirección, predominan los fuertes vientos, como el famoso y enloquecedor siroco. Corrientes de más de dos nudos que van de Oeste a Este. Lugar perfecto para el tráfico de drogas y también, de personas.

  Nuestro rescatador era plenamente consciente y avezado en este pasillo marino y cuando llegó el momento, se desenganchó,  cayó en caída libre, fueron unos pocos segundos, subiendo la adrenalina necesaria para acometer su tarea. El impacto con el agua era el estimulo para focalizar toda la atención y recordar que se encontraba en un medio hostil. Empezó a aletear y a mover acompasadamente sus brazos al estilo de crol modificado, el oleaje le impedía tener una visión constante, pero no dejó de mirar hacía los náufragos, los cuales cada vez tenía más cerca.

  Un RO-RO que unía Tánger con Algeciras había informado de la presencia de una embarcación con una cincuentena de personas a bordo. No tardaron en activarse los dispositivos de emergencias; Cruz Roja, Protección civil, Salvamento marítimo… Para cuando el helicóptero había llegado la primera de las desgracias ya había ocurrido. La patera hacía aguas y muchos presos por el pánico eligieron la peor de las opciones; saltar al mar. Ahora, nuestro rescatador había llegado al joven que estaba a punto de ahogarse y le puso el chaleco. El cable empezó a descender y una vez estuvo asegurado al chaleco empezó a mover el brazo en círculos, era la señal para elevar de nuevo el cable y poner a salvo al naufrago.

  Mientras esto ocurría, el rescatador volvía a luchar contra las olas en busca del segundo naufrago que habían avistado desde las alturas. En esta ocasión a medida que se acercaba vio como se trataba de una mujer, se percató que según la clasificación de tipos de víctima por ahogamiento, había pasado de ser un distress a una víctima activa. En menos de un minuto, tendría la cabeza boca abajo y el agua empezaría a entrarle por las vías aéreas. Las aletas empezaron a moverse más rápidamente y las olas golpeaban con fuerza la máscara del rescatador. La naufrago aún estaba consciente. Un poco más y llegaría hasta ella.  Otra ola golpeó de nuevo al rescatador y dejó de tener momentáneamente visión con la víctima, tras el paso de la ola, había llegado hasta ella, pero estaba inconsciente. Rápidamente el cable de acero bajó hasta el mar. Esta vez subieron el rescatador y la chica, momento en el que se pudo dar cuenta que se encontraba embarazada.

  Las técnicas de Reanimación (RCP) no surtieron efecto y la chica y el bebé no llegaron a tierra con vida.  ¿Porque el destino había querido llevarse esas dos vidas y no la del otro náufrago? ¿Cual era la lógica de esa cruel burla del azar? ¿Si hubiera ido primero a por la chica se hubieran salvado los tres? Esas y otras muchas preguntas semejantes hacía tiempo que dejaron de formularse en la mente del rescatador. No había cordura humana que soportara esos dilemas continuamente. Hoy había salvado una vida. Y al día siguiente y al otro volvería de nuevo a las peligrosas aguas del Estrecho a jugarse la  vida por ello.

Para la capital, la mujer y su bebé no nacido serían dos números más para engrosar listas y estadísticas. Mientras tanto, el mar volvería a cobrarse otras vidas como tributo a aquellos que por injusticias, desigualdades y miserias se atrevan a cruzarlo.




Los otros

 

La tortura te  deja indiferente. Sin árboles. Sin pájaros. Amasado de dolor, Vos, desde la impotencia, te empeñás en hacer reaccionar,  a tu compañero, gritarle,  decirle:

— ¡Aguantá! ¡Sé fuerte!, que no van a poder con nosotros. Él no puede mirarte. Verte. Porque está detrás del dolor que lo mantiene en un letargo de ojos abiertos mirando hacia la nada.

Allá están los otros, los que  hablan y vociferan palabras soeces, descarnadas, dirigiéndose a nosotros. Ellos, los del otro lado, desde la otra orilla de la injusticia, huelen a perfume y  sangre. A hembra y a bestia.

Miro a mi alrededor  sin comprender nada, como si presenciara una  película contada con  gran maestría. Sin embargo,  en cada sesión de tortura, se va haciendo real y amplia delante de nuestras miradas mortales. Al final me doy cuenta que es, por desgracia, no sólo una historia particular, sino, que todos los que estamos aquí, en este inmenso y atestado contenedor de cuerpos, podemos reconocernos en ese andamiaje de sombras desaparecidas del mundo real. Porque pertenecemos al teatro que montaron  para nosotros desde  el dolor y los silencios.

Los otros, los de la otra orilla, los carniceros, sufren de una ceguera prolongada y permanente, porque no nos ven como somos humanos, sino que observan  que trozo de carne atacarán en las sesiones del quirófano. En su  sordera, la risa cobra vida en sus gargantas, mientras las nuestras se secan en la impiedad de la sed y  la desprotección.

Por la tarde nos obligaron a sentarnos a empellones y forzados entraron cuatro más al cilindro. Apretujados y hambrientos escuchábamos hasta los latidos de nuestros corazones.  Uno de los nuevos, bajito y delgado,  con los ojos entrecerrados se sentó frente a nosotros. Nos ofreció un cigarrillo. ¡Dios mío, un cigarrillo! Cuanto hacía que no fumaba. No llevaba la cuenta. Permanecí mirándolo con asombro. Un cigarrillo, un cigarrillo, seguí diciéndome, mientras lo tomaba entre mis dedos como si fuera un antiquísimo amuleto contra el sufrimiento.

A estos tipos nada les importa, los han  convencido de que son perfectos, la envidia del mundo. Nada es verdad, pero los han educado así, para creérselo desde la soberbia de los necios.

gama de grises,  no sólo blanco y negro, pero estos tipos pertenecen a una categoría que aún no tiene nombre. El hombre, y esto lo digo desde una realidad  contundente, crea mecanismos psicológicos para protegerse. Recuerdo los primeros días aquí en el campo: la soledad, la carencia total de afectos, los abusos, el hambre. Todos los elementos materiales fueron  reemplazados por  torturas que se disfrutaban  a escasos tres metros de la celda donde dormíamos o agonizábamos entre excrementos. Pero increíblemente, en medio de esa crueldad y caos no podía dejar de  acordarme de Inés. Rogaba que ella se encontrara a salvo, en casa de sus padres, seguramente buscándome.

 El tiempo ha dejado de tener sentido,  sólo lo medimos por las oscuridades y los soles. Transcurrimos los días y las  noches casi siempre encapuchados, esposados, engrillados o con los ojos vendados, en el «tubo»

A lo que más miedo le tengo es a ser  «trasladado» de nuevo, porque sé lo que significa en su jerga macabra: te asesinan, así, sin más. Me aguanto las otras torturas porque además de las físicas, la vida aquí, en el campo, es una constante tortura psicológica. Al entrar  se nos asigna  un código, el mío es Y16. Nos insisten que hemos dejado de pertenecer al mundo de los vivos, ¡que somos de-sa-pa-re-ci-dos!  ¡Me entienden!, nos gritan ¡Desaparecidos¡ ¡No existen! ¡No son! ¡Nunca existieron! ¡Se esfumaron! Y para peor  ni siquiera podemos suicidarnos, sólo ellos, los Dioses de carne y hueso, son los dueños de nuestras vidas. Vamos a morir cuando ellos lo decidan, así de simple, tan concreto y contundente.

Muchas veces pienso que he muerto y nadie acude a mi entierro, sólo mi perro y  el  tormentoso canto de las chicharras, que se deja oír a través de la tapa metálica del ataúd. Nadie acompaña al hombre que me cubre con paladas armoniosas de tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

He muerto y no hay lágrimas para regar la única flor que recogí para mi funeral. Una mujer extraña parecida a Inés  mira desde lo lejos el entierro y al

Sin ser poderoso, tengo  a  mano todos los recuerdos, pero no logro precisar como muero, o si ya morí, y esto no es un sueño,  sino la absoluta certeza de la elipsis del tiempo. Mi mente, o lo queda de ella, se bloqueó a la realidad, en el instante mismo en  que la puerta se abrió de una patada y los tipos, repartiéndose, para agarrarnos a Inés y a mí aparecieron como un disparo. El resto parece una película en blanco y negro, porque aquí los colores no existen, salvo el rojo. El rojo contundente de la sangre

 

  Y la veo a Inés, a mi Inés, llevando  un vestido blanco de seda, etéreo, glamoroso, que se levanta con la brisa del pasillo del departamento de la calle Rivadavia, lleva además  un pañuelo azul en su cabeza a modo de vincha. 

Es como si la viera  por primera vez, pero ahora está aquí, frente a mí y alarga sus brazos para salvarme.

— Te estuve esperando Juan. Ya estaba por irme —me dice con esa sensualidad propia de ella.

Sabe  mi nombre, así que si lo sabe, es  mi Inés. Sin embargo,  estiro la única mano que puedo mover y no la puedo alcanzar. Se diluye entre la voz gruesa del León que ha venido a visitarnos.

—Tráiganme a ése. —Dice señalándome— El que tiene el brazo roto. ¿A ver que tiene para decirme esta tarde? —Su voz suena como el trueno

Y me revuelco. Me revelo y el León se enfurece y me patea y ya no veo nada, sólo la figura de Inés que se pierde entre los árboles azules de Andecito.

SUREÑA

 

               




Deseo de persecución

Mirando las velas blancas del barco, los piratas se quedaron prendados por el deseo de abordarlo, para poseer así las joyas doradas que éste transportaba. Luego emplearon fuerzas colosales en remar, tratando de alcanzar al navío, que ya parecía muy cercano. Después subieron a cubierta y, cuando ya tomaban posiciones para el abordaje, el buque al que perseguían fue de pronto azotado por una poderosa energía marina, encarnada en una titánica ola que golpeó al buque, que, sin embargo, aprovechó la embestida para cambiar de orientación y escaparse. Pero latía un deseo irrefrenable que les encendía el cuerpo a los piratas. Ya no se trataba de las joyas, sino que era la propia persecución lo que anhelaban. Apolo supo esto, de modo que sopló muy fuerte, para que se acercaran al escurridizo buque. Las ráfagas de viento favorecieron a los piratas. Pero Cronos, de nuevo, aceleró los ritmos de la energía marina que agitaba el mar de Alborán, de modo que el barco y las joyas que éste transportaba se alejaron de los piratas otra vez. Y así ocurrió una y otra vez, hasta que éstos abandonaron la persecución, al fin vencidos.




Monarcas

Por la mañana ella se decidió a cumplir sus deseos y escaparse, al fin, de aquellas tierras gobernadas por despóticos monarcas que parecían levitar sobre su cabeza. Pero pronto regresó al hogar tormentoso de su conciencia. Pensó por qué no había abierto el camino a machetazos, concluyendo que debía padecer algún tipo de ceguera que le había impedido ver aquella línea de fuga que atravesaba los territorios de los reyes: Capital, Edipo y Carencia. Cuando atardeció, salió de nuevo y se encontró con Capital, quien le dijo; “Si ante mí reconoces que quieres fugarte, te indicaré los caminos de salida”. Pero ella, desconfiada, pasó de largo. Por la noche se perdió en el Triángulo Gigante de Edipo, pero, gracias a las incendiarias intensidades de su cuerpo, escapó. Anduvo hasta toparse con Carencia; entonces los deseos incendiaron su cuerpo, carbonizando a esa reina cruel. Después tomó la línea de fuga.




El Neurobosque (II)

Leer Parte I del cuento

Del rostro desfigurado y fantasmal de Valery, que movió la cabeza en dirección a la cola humeante, se desprendieron algunos trozos de limo, mezclado con piedras, ramas y raíces. Uriel y Balam entendieron que debían adentrarse en las cenizas para así alcanzar, al fin, las cotas más profundas y preciadas del Neurobosque. Entonces se dieron las manos y, trasmitiéndose un ánimo que surgió más allá de las palabras, confiaron en las indicaciones de la niña atravesando las llamas. Durante unos instantes, las lenguas de fuego chisporrotearon y les cegaron por completo. Adentrándose en el humo, sin advertir las formas, desaparecieron como en una espesa niebla despertada antes de una batalla, que habría de librarse contra las sombras que guardaban el lugar.

Como se habían imbuido, siguiendo las instrucciones de Valery, en el estado idóneo para someterse a los pensamientos oscuros, Balam y Uriel tuvieron que luchar para reencontrarse a sí mismos, hallar la verdad del instante mismo que habitaban y que se les aparecía como la terrible premonición de su muerte, la suerte que habían compartido los anteriores expedicionarios. A medida que fueron recobrando la paz y la cordura: ahora un destello de color, después la definición de una vaga forma; la visión fue retornando poco a poco. Cuando Uriel ya se había despejado, Balam aún no atinaba a distinguir con claridad las ramas de los hillus, que serpenteaban en el viento como si fueran los cabellos de los fantasmas. Su compañera trató de animarle, pero el joven sufría porque, la invocación que había hecho de las sombras, sin duda lo había debilitado. Y más, pensaba él, ante la sospecha de que nunca podría derrotar a sus sombras.

La noche había arreciado en los laberintos del Neurobosque, y la Luna de Andrade sonrió desde lo alto, derramando un fulgor espectral, bañándolo todo con su luz pura y sanadora. Caída Andrade sobre los árboles, de un tamaño todavía más colosal que los gigantes que habían visto en los pasillos más superficiales, los troncos y la sabia relucían con entrega y devoción a la luna. Las amapolas, las plantas de culebras, las asperillas, las margaritas y las lilas florecían el lugar, tendiéndose a los insectos y los pajarillos que revoloteaban en torno a las jóvenes y molidas figuras de la pareja, embriagando el aire de fragancias y amables aleteos.

Balam se alejó unos pasos, tratando de evitar que Uriel advirtiera su cobardía. Se había prometido que dejaría de afrontar los retos así, temeroso, dolido y sangrante. Pero, una vez más, no cumplió los compromisos que había acordado consigo mismo.

— ¿Qué te pasa? — preguntó Uriel.
— Nada… ¿Te has fijado en estos árboles, no te parece que forman un mundo propio? — trató de disimular Balam—.
— Yo también temo, no debes avergonzarte.
— ¿Saldremos vivos de aquí?
— ¿Quién sabe?
— Lo dudo
— Yo no tengo dudas de que contamos, en realidad, con muchas más posibilidades de sobrevivir que otras gentes que intentaron adentrarse en estos oscuros laberintos. Al fin y al cabo, nosotros sabemos más que nadie acerca de este lugar
— Te equivocas, los aldeanos del valle conocen mucho mejor los secretos del Neurobosque — dijo Balam.
— Claro, y seguro que algunos de ellos sobrevivieron al fuego y la ceniza como nosotros y después consiguieron regresar a las verdes praderas — dijo Uriel.

Como ya había anochecido, Balam y Uriel se separaron para buscar leña y comida. El cielo coronado por las estrellas y los asteroides, que brillaban disputándole protagonismo a la Luna Andrade, y los planetas rodeados de lunas y soles y descomunales anillos que giraban. Balam se alejó unos pasos mientras iba colgándose de las ramas de los hillus. Apretaba todo su peso, tirando hacia abajo, y las partía. De pronto se agachó para recoger la rama caída, y una serpiente se movió amenazadora. La bífida lengua del reptil le estremeció, pero se contuvo tratando de ignorar el sonido de cascabel que había hecho con la cola. Se adentró entre los muñones de los hillus, que resplandecían a la luz de Andrade como unas torres nacaradas, portadoras la grandiosidad contenida en la naturaleza.

El cascabeleo de la serpiente volvió a sonar cerca, y Balam temió recibir el mortal veneno que aguardaba hincarle en el cuerpo. Tratando de ubicar el peligro, se desconcertó, al no encontrar rastro del reptil. Después cascabeleo sonó de nuevo, esta vez desde varios puntos.

<> — pensó.

Cuando creyó que iba a ser aniquilado, la música de los cascabeles se transformó en el repiqueteo de fúnebres campanas, a las que iba uniéndose el susurro de las lenguas bífidas y mortales que se habían conjurado contra él. Los rumores fueron acompasándose a las notas de las campanas, cantos fúnebres sobres los que ya sonaba la danza de las sombras. Los siseos de las serpientes se le antojaron como el canto demoníaco que avivaba las notas muertas y vacías. El cielo se encrespó y el viento de los fantasmas volvió a soplar.

La fúnebre melodía sonaba en el Neurobosque, anunciando su perdición. Los ojos de los reptiles brillaban como luciérnagas y Balam corrió hasta Uriel; quien, al encontrarse no muy lejos, también había oído la fantasmagórica canción.

— Debemos resguardarnos de los peligros — dijo Balam.
— Construiremos una cabaña. Yo he conseguido algo de leña.

Sobre el colosal tronco de un pino, apoyaron los palos en vertical y los clavaron en la tierra. Más tarde arrancaron las hojas de los helechos, con los que cubrieron la precaria pared. Arrastraron algunas piedras para afianzar las bases. Cuando terminaron, comieron deliciosas moras y frambuesas y tiernos tallos y crujientes semillas. Se acostaron sobre la húmeda hojarasca, entre la que correteaban los insectos: arañas y escarabajos gigantes y babosas.

Uno de los bichos se subió a la pierna de Uriel, quien comenzó a moverse en la reducida e improvisaba tienda que compartía con Balam, tratando de deshacerse del insecto. De modo que el movimiento y el roce le hicieron sentir el cuerpo de su compañera. Los fogonazos del deseo le arrebataron cuando sintió sus irresistibles caderas. Balam se acercó y abrazó su cuerpo, pero no pudo quedarse ahí y le acarició las piernas. Entonces Uriel le apartó la mano con suavidad y siguió acostada, ya sin el acoso de los bichos subiéndole por la pierna.

El soplo del viento se hizo más fuerte. Balam maldijo entre dientes la mala suerte de no gustarle, avergonzado por su frustrada intentona. Fortuna le había castigado, enmudeciendo sus sueños más hondos. Quizás se debiera, pensó, a que su atractivo parecía habérsele escapado desde que, durante la adolescencia, fuera más abierto, sociable, estimulante y valiente que ahora. Si la esperanza era lo último que perdería, el joven seguiría soñando, aunque ignorando la realidad; que su relación con Uriel nunca había alcanzado la profundidad por él imaginada, más bien deseada, ni la conexión entre ambos había saltado nunca en las llamaradas de la pasión.

La Luna Andrade centelleó en el cielo como diamantes tallados. Los fantasmas soplaron, blandiendo la fuerza del pasado, del que ya formaba parte otro rechazo hacia Balam. El viento siseó como las serpientes y, al principio lejos de la tienda, manó la melodía espectral de las fúnebres notas que había escuchado en el nido de reptiles. Los cascabeles se mecieron en el aliento fantasmal y gélido que había impregnado la noche, estrellada de sombras y reflejos. Al atacarle los nervios y las defensas, el miedo se apoderó una vez más de Balam y el cascabeleo, de pronto, se acercó más a la tienda donde se refugiaban. Los palos que habían improvisado como pared titilaron, y salieron volando las hojas de helecho que la cubrían, con que sólo las piedras de la base aguantaban el embiste.

— De nuevo, las sombras nos acechan — dijo Uriel.
— ¡Huyamos! Quizás encontremos una zona donde la influencia del imago sea menos poderosa — dijo Balam.
— Tranquilízate… tras quejumbrosos esfuerzos, hemos conseguido llegar hasta aquí. Esto es algo histórico, una fecha que recordaré el resto de mi vida. ¿Y tú ya quieres huir?
— ¡Pero van a matarnos, Uriel!
— No podemos buscar una zona donde el imago debilitado nos permita escapar. Por si lo habías olvidado, esto es el Neurobosque. Por así decirlo, estamos en el territorio de las sombras y más vale que nos adaptemos.
— Entonces ¿Qué hacemos?
— Esperar

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Pero Balam no quedó convencido del consejo de su compañera. Atemorizado, escuchó como las sombras se iban acercando más y más. El cascabeleo de las serpientes se había transformado ya en las funestas campanas, y no pudo dar crédito a la aparente tranquilidad de Uriel. Después el tañido de los tambores de hojalata (pum, pum, pum), y el siseo del viento (ssshhhhh), se intercaló con las campanadas (tamm, tamm, tamm) y las sombras danzantes al son de la música demoníaca, le recordaron a Balam el riesgo que había aceptado viajando al Neurobosque. El joven comenzó a tiritar, y entonces le pareció que los tambores y las campanas y los vientos se conjuraban para echarle de allí.

— Quiero irme de aquí — dijo Balam.
— Imposible, y lo sabes — dijo Uriel.
— Si salgo ahora, deberé enfrentarme con las sombras… ¿Verdad?
— Respira hondo y relájate, si estamos aquí y nos mantenemos unidos y en paz, nos dejarán tranquilos.
— Todo esto da muy mala espina.
— Acerca de las sombras, recuerdo la leyenda que me contó un aldeano — dijo Uriel
Tamm, tamm, tamm —el eco del tañido de las campanas se acercó.
— ¡Habla más fuerte! La música infernal ataca los tímpanos
— Bien; escucha. Un joven herrero habitante del valle, construyó una monstruosa máquina de la que salían hilos de vapor, pinchos, correas, dientes feroces que devoraban la madera, el hierro y casi cualquier material. Con que investigó y se preparó para el viaje y consiguió adentrarse en estas mismas tierras del Neurobosque. Por la mañana, cuando aún irradiaban los compartimentos del sol, el joven herrero comenzó a talar los descomunales hillus, álamos, sauces y pinos, que sucumbían como torres conquistadas. Pero llegó la noche, y la danza de la sombras le cercó… — Uriel se detuvo. Escuchó el golpeteo de los tambores de hojalata —
— ¿Y qué ocurrió?
Pum, pum, pum…
— Valiéndose de la máquina que había construido, el herrero trató de aniquilar las sombras, pero éstas carecen de vida. En el valle, nunca volvieron a saber de él.
— ¿Crees que estará vivo?
— Lo dudo horrores. Porque las sombras concentran su poder gracias al imago de este lugar. Pero sopesemos los peligros en su justa medida. Me refiero a que, mientras a ti los fantasmas, las serpientes y las sombras te han acechado pisándote los talones, el único momento cuando yo hube pedido el control, y cedido al poder del miedo, fue cuando tú y yo discutimos y nos separamos, antes del reencuentro en el Bosque de Valery — dijo Uriel.
— ¿Acaso no escuchas los tambores?
Pum, pum, pum…
— Claro que los oigo.
— Pues no comprendo por qué a ti no te afectan. ¿Te persiguieron los fantasmas?— dijo Balam.
— La música de las sombras también me estremece, tranquilo — Uriel le acarició la mano y el joven lo agradeció sonriendo— Después de nuestra discusión, estaba tan desubicada que perdí la noción del tiempo y fui por el camino que rodea el cañón del valle. Advertí mi presencia como rechazada por las fuerzas del lugar. Pensé que las rocas blancas servían para la comunicación milenaria y ancestral de las runas que, en efecto, te guiaron hacia mí. Había ido corriendo, agotada por completo, penetrando sin saberlo en el Bosque de Valery. Entonces comí unas bayas que contenían, dentro, unos polvos blancos que creí inofensivos aun contenían, en realidad, un potente somnífero. Así que me dormí, y con la mente maravillada por un pacífico sueño, escapé de alguna forma de las sombras — dijo Uriel.
— ¿Acaso podríamos ahora conciliar el sueño?
— Yo no digo que soñando vayamos a escapar al influjo de las sombras. Quizás se trató sólo de que Fortuna me hubiera bendecido, las coincidencias también salvan vidas ¿Quién sabe? — dijo Uriel.

El golpeteo de los tambores de hojalata, junto a las fúnebres campanadas, cercó la tienda que habían improvisado con palos y piedras. Entonces los fantasmas abnegaron sus pulmones del aliento gélido de la muerte y soplaron con una fuerza tal que la tienda cayó, quedando Uriel y Balam al descubierto. Las sombras cambiaban de forma, mientras su danza, macabras y desorbitada, continuaba al son de la música espectral: distinguieron los dientes sangrientos de un contorno deforme, como de bestia enloquecida por la infernal música, los colmillos de una serpiente, y el reflejo de unas garras que parecieron arrancarle el corazón a Balam.

Uriel se había agazapado en el suelo, protegiéndose con los brazos de las gélidas y silbantes ráfagas de viento, y a continuación había taponado sus oídos presionando con la punta de los dedos. La hojalata de los tambores se estremecía con los golpes y vibraba y destellaba los rayos de la luna. En el instante en que Andrade bañaba las campanas y los tambores, que levitaban en la noche sin que la pareja pudiera ubicarlos ni definir sus formas, las estridencias se hicieron en el acompañamiento de los sonidos.

Balam también se tapó los oídos. Pero las sombras se encontraban cada vez más cerca, bailando al miedo y a la muerte, invocando las oscuras energías concentradas en los laberintos del bosque. Con que escucharon las risotadas demoníacas, retumbando en la noche gobernada por la luminosidad de Andrade, al tiempo que Balam y Uriel se levantaban.

Entonces, Uriel dio un paso adelante y dijo la siguiente invocación:

“Perderme siempre, quiero
en las hondas frondas de ti.
Patio acristalado
de cerradas flores:
sumergidos anillos, y memorados
cristales.

Emerge; Andrade,
como luz soterrada, nocturna
guía arqueada, de óxidos
y blancas dunas.

En el reflejo tuyo
encuéntranos. Tilda ahora a las sombras
de desmemoriado poder”

En el cielo, la luna Andrade se deshizo en un cegador fulgor. Los rayos iluminaban los recovecos del bosque, dirigiéndose hacia la figura de una sombra que había dejado de danzar. La música, más bien convertida en estridencia, sin previo aviso, cesó por completo. La luz había diluido aun más los deformes y horripilantes contornos de las sombras, que desaparecieron cuando Andrade se transformó en una anciana mujer, aparecida a una distancia considerable como un leve y tenue espejismo. Balam y Uriel habían quedado cegados por el mágico fulgor. Una vez recuperados, advirtieron que el rostro de la anciana lo horadaban unos cráteres que dejaban una superficie rojiza al descubierto, como si las mejillas se le hubieran prendido de fuego.

Andrade dijo:

“Soy luz,
en la vertida
invocación. Rayos de espanto
y miel.

Melodiosas sombras
del ayer;
aun por vosotros habitadas, grandiosas
caídas, de óxido y dunas.
Fenecidas notas
como restallantes piedras
blancas. Tormentas de ladinos
reflejos.
Si habéis llamado,
mi música escuchad:

¡Enfrentad a las sombras!

La memoria, como caprichos
regalados, a las gélidas
reverberaciones. Música;
danza de artimañas.

Rayos de espanto
y miel. Cernida
oscuridad; abandonaros debo”

La anciana desapareció y la luna sonrió desde los cielos. Aunque las sombras también se habían diluido, aún flotaba en el ambiente el hedor de la muerte. Uriel y Balam se alejaron del lugar, atónitos y con los ojos doloridos y ateridos. El viento de los fantasmas, había amainado hasta convertirse en la brisa suave de una noche que les pareció más segura y confortable que antes de acostarse en la tienda. De cualquier forma, no podían asegurarse de que Andrade volviera a interceder por ellos, puesto que les había encomiado a enfrentar las sombras.

Uriel meditó las palabras de la luna; la memoria, como caprichos/regalados, /a las gélidas/ reverberaciones se le antojó como la confirmación de lo que le había insinuado antes a su compañero; después de todo, él era más receptivo a las sombras que ella porque habitaba las fondas del ayer. Música;/ danza de artimañas, había dado al horrible espectáculo de los tambores y las campanas y las risotadas, el sentido de una treta urdida para infundir pavor.

Mientras Uriel iba caminando por el bosque, sintió la incomodidad de Balam, pues su entrenamiento no había resultado suficiente para un viaje tan arduo y jadeaba y chorreaba sudor. Por este motivo, la joven se irritó, preguntándose por qué habría de aguantar a un compañero que la retrasaba. Pero vio las hojas acridas que le sanaban las heridas, y empatizó con la fatiga de Balam. Ambos se detuvieron y bebieron agua, luego recogieron algunas bayas y frutos y comieron, rumiando lo acontecido con la luna.

Reemprendieron la marcha, y encontraron un profundo sendero que reptaba entre dos montículos, atravesando bajeles y arroyos. Daba el camino a un puente de madera mal entablillada y carcomida por las termitas. Uriel pisó sobre seguro, donde los tablones no habían sufrido tantos daños, aferrándose con furia a las cuerdas de la pasarela.

— Tengo vértigo — gritó Balam, una vez que su compañera hubo pasado al otro lado del puente.
— No mires abajo. Concéntrate en distinguir los tablones que están firmes.
— Me caeré…
— Tú tranquilo; agárrate lo más fuerte que puedas a la cuerda de tu derecha
— ¡No puedo con el vértigo! ¡Caeré!

Para tranquilizar a su compañero, Uriel sacó la cuerda que le restaba del macuto, y rodeó con ella una gran roca que había en un saliente del sendero, que continuaba más allá del puente. Hizo un correoso nudo entorno a la roca, y después la ató a la parte derecha de la pasarela. El joven había advertido estas maniobras; con que, tranquilizado, consiguió pasar el puente sin mayores dificultades.

Recorrido el sendero, llegaron a un campo de flores de cristal, cuyos tallos se erigían cubiertos por el vidrio. Bajo una pátina de cristal, las flores conservaban los pétalos. De los tímpanos emergía la luz de las luciérnagas, puntos luminiscentes pegados a la piel de las flores. La pareja se adentró en el campo acristalado y Balam se agachó y arrancó una margarita por el tallo. Había aplicado presión, haciéndose un pequeño corte en el dedo índice. Una luciérnaga salió revoloteando. Cuando iba a tender la margarita a Uriel como regalo, el joven miró los pétalos vidriosos y sintió un gélido escalofrío al tiempo que, el cristal, reflejaba los oscuros recuerdos que Uriel y Balam guardaban en sus respectivas memorias; la discusión que les había enfrentado en el Alto de los Vientos, regresada de pronto a ellos.

La imagen que había regresado del Alto de los Vientos; Balam recriminándole a su compañera su falta de empatía hacia sus sentimientos, tratando de que accediera, por fin, a aceptarlo como algo más que un compañero. El joven se sintió culpable, temiendo volver a quedarse solo frente a su ruindad. El fantasmal soplo del viento fue desatado.

— Primero morirás, tú, chico. Después desaparecerá la chica — dijo la sombra, que había surgido con el viento— ¡Conozco cada uno de vuestros miedos! Sucumbiréis a las imágenes de vuestra perdición porque sois débiles, tan frágiles como la luz de las luciérnagas. Nunca habéis escapado de vuestra oscura silueta, y nunca lo conseguiréis.
— ¡Mientes! — gritó Uriel.
Haciendo un gran esfuerzo, Balam dijo.
— Al fin he comprendido que tú, infernal sombra, tienes el poder que nosotros te damos, porque sustentada en los recuerdos y los pensamientos que nuestra luz deja vagar, engrandeces en las flaquezas. Te pido disculpas, Uriel, y ruego que ignores las imágenes de aquella aciaga disputa que ahora regresan.

Como respuesta al desafío, la sombra lanzó el gélido aliento de la muerte y los imagos fueron desplegados en la mente los jóvenes. Los recuerdos de aquellas situaciones que les colocaban en situaciones de inferioridad; humillaciones y fracasos, autoridad y chantajes, altibajos y caídas depresivas, regresaron con la misma intensidad con la que fueron experimentas en el pasado. Al fin, el poder de la oscuridad se había desplegado en el Neurobosque, sometiendo las mentes de Uriel y Balam y sujetándolas desde el altar sagrado del dolor.

Ambos se tiraron al suelo y comenzaron a arañarse las pieles del rostro, como si el rechazo a lo que veían; las injusticias que habían cometido, las faltas que habían acertado a olvidar, broncas y golpes y reproches, construyeran de ellos mismos una imagen inaceptable y bochornosa que trataban de sangrar con las uñas.

Entonces Uriel comenzó a dejar fluir las imágenes; concentrando la mente en una línea horizontal sobre la que iba pasando un carrete de pavorosas imágenes, como si la memoria fuera una proyección de escenas. La joven dejó entonces de arañarse el rostro y abrió los ojos. No quiso mirar hacia Balam, porque oía sus extrañas lamentaciones y no podía volver a sucumbir al estado idóneo para el influjo de la sombra. Con que Uriel se convenció a sí misma que nadie iba nunca a derribarla, pues jamás se sentiría culpable por actuar en libertad. Claro que había tratado de olvidar ciertas escenas de la horripilante película que la sombra proyectaba en su mente; al fin y al cabo, se trataba de la misma artimaña empleada con la música. Con la evocación de los sentimientos más recónditos de la memoria, la oscuridad trató de someter los impulsos vivos y creadores de Uriel.

La joven se levantó y corrió hacia la sombra. Cuando hubo llegado a su altura, extendió los brazos como si fuera un pájaro, e invocó de nuevo a Andrade. La luz de la luna destelló en el campo de flores, y los cristales de los tallos y los pétalos reflejaron los níveos rayos, disolviendo a la sombra que se hallaba frente a ella. Entonces vio con claridad la fuente de la vida, que reflejó su verdadero rostro mientras Balam se perdía en los recovecos de su memoria.




Respira hondo

Lucía respira hondo y se alisa la falda que compró en Anne Klein no hace más de un mes. Se mira al espejo del lavabo de señoras de la segunda planta y se ve vieja y cansada. Pero sobre todo vieja. No es que los cuarenta y dos le hayan parecido nunca una cifra por la que tirarse de los pelos, sobre todo cuando eran vistos desde fuera, pero en este preciso instante siente que cada uno de ellos pesa como si pudiese recordar los trescientos sesenta y cinco días que lo conformaron. Como si de verdad ella fuese la suma y consecuencia de todo lo que le ha ocurrido en lugar de un conjunto de células que lo recuerda vagamente. Lucía respira hondo de nuevo. Su pulsera Tous (un regalo de Ernesto) tintinea cuando los ositos chocan entre sí mientras se alisa de nuevo la falda, mecánicamente. Abre el grifo y lo deja correr un poco mientras lo mira fijamente con la mente en blanco. O en estático, para ser más exactos. Su mente es un chasquido ahora mismo. Un ordenador que ha fallado y se está iniciando (muy) poco a poco tras el pantallazo azul y el consiguiente fundido en negro. ¿Es fundido en negro un término correcto o los más tiquismiquis le dirían que es un término exclusivamente cinematográfico? Aunque no es eso sobre lo que Lucía quiere reflexionar. Es otra cosa que reprime respirando hondo. Se lava las manos concienzudamente en el lavabo, prestando especial atención a la piel a los lados y debajo de las uñas. El agua, que baja tiznada de rojo carmín, mancha el lavabo al caer desde sus manos. Lucía no es buena con las tonalidades, por mucho que le pese reconocerlo. No sabe la diferencia entre carmín, carmesí o rubí, por poner un escueto ejemplo. No es que no sepa lo que es burdeos y lo que es granate, pero a veces sí que no es capaz de apreciar diferencias entre tonalidades muy parecidas. No para de distraerse a propósito. Lucía se hace la pregunta que quiere hacerse. ¿Ha ocurrido todo realmente? ¿De verdad el señor Gutiérrez le acaba de sugerir que se la chupe? No es que Lucía no esté al tanto de ciertos rumores, claro, pero creía que eran sólo eso, rumores. Al fin y al cabo, hasta la fecha, a Lucía nunca le había ocurrido nada de ese calibre. Igual eran sus ojos y tenían razón sus amantes al decirle aquello de que “veían fuego en sus pupilas” y no era un piropo aleatorio. Piensa con una sonrisa que quizá también era verdad que tenía las tetas más preciosas que todos habían visto en su vida. Lucía escucha voces a través de la puerta del baño. En tono elevado, casi gritos. Puede que incluso sean gritos y ella los reciba apagados a este lado de la pared. Sabe que es la causante del alboroto y le parece más que bien. Desde luego más que justificado. Puede que ese gordo picha floja (aunque esto lo decía por rabia, ni sabía ni quería saber cómo era el aparato en cuestión) hubiese tentado a Nati, la secretaria, con aquel puesto de responsable de compras; o a Juani, con ese sustancioso aumento de su cuenta para gastos de empresa; pero, ¿a ella? Lucía respira profundamente mientras se seca las manos. Casi necesita hacer un esfuerzo físico para no alisarse la falda. Se siente muy próxima a perder el control y no quiere que eso ocurra. Ahora lo más importante es demostrar compostura. O no tanta,  pues podrían pensar que nada la había afectado. ¿Debería llorar un poco al relatarles cómo se sintió de vapuleada y miserable cuando escuchó la sugerencia del señor Gutiérrez sobre como asegurarse el puesto de directora de marketing tras la inminente salida de Gabi? No, lo mejor sería ser ella misma. Revisa en su bolso para ver si tiene tampones suficientes y vuelve a mirarse las manos. Comprueba debajo de sus uñas. Se vuelve a mirar al espejo. Cuarenta y dos años. Aunque está segura de que si se pone a contar recuerdos y a sumarlos no llegaría a recordar ni dos tercios de su vida. Su adicción al alcohol le ha pasado factura, y lo peor de todo es que ni siquiera recuerda habérselo pasado tan bien. Es decir, sí, los primeros cinco años fueron divertidos, sobre todo porque el vicio se estaba gestando, pero al fin y al cabo fueron los que transcurrieron entre sus quince y sus veinte años. ¿Cómo no iba a recordarlos como una época feliz? Aunque no lo fueron. De hecho no lo fueron para nada. Lucía piensa en el verano en que su madre se dio cuenta de que había un problema. Tenía dieciséis años. Era a mediados de Agosto y Lucía había bebido todos los días desde su graduación. Su madre le dijo que o paraba o la mandaría a un internado. Ella no paró pero empezó a ocultarse mejor. Al fin y al cabo no era tan difícil. A las doce menos cuarto exactamente su madre procedía a su habitual ritual de vaso de agua y dos orfidales y eso le daba a Lucía un mínimo de siete horas de libertad. Cuando Lucía cumplió los diecisiete pusieron un paki enfrente de su casa. Ella lo tomó como una señal. Dios la quería ebria. Y ebria estuvo cuando se marchó de casa nada más cumplir los dieciocho y se mudó a Madrid. Ebria estuvo cuando conoció a Santi y desde luego ebria estaba cuando aceptó el trabajar en su bar. Los siguientes dos años los recuerda como una semana de fiesta muy intensa. Encima descubrió que con cocaína podía beber aún más sin vomitar, ni caerse al suelo, ni acabar derramando los chupitos en la camiseta de cualquier cliente. No recuerda la noche en que decidió dejarlo todo atrás. Ni siquiera recuerda si ya había conocido a Jaime o eso vino después. Lucía se distrae por unos segundos y pierde el hilo de sus pensamientos. Ha escuchado un grito fuera. Desde luego oye, (o le parece oír), bastante más movimiento en la puerta que hace unos instantes. Lucía respira profundamente e intenta relajarse. Se alisa la falda. Se mira al espejo. La camisa le sienta bien, sobre todo gracias a su visita a Women’Secret del mes pasado que le propició la que ha sido su mejor compra en al menos una década desde que con veinte y algún año se hizo con aquella chaqueta vaquera por menos de mil pesetas. Piensa en aquella chaqueta, y en Jaime. Y en Lucas. Y en Joaquín. En Víctor y  el hotel en el que se encontraban. ¿Qué será de Víctor? ¿Seguirá bebiendo tanto? Lucía se alegra de no haber nacido con unas gónadas que le proporcionaran la cantidad de testosterona que Víctor poseía. Aunque esa era la excusa fácil, quizás. En realidad Víctor era un alcohólico con muy mal beber. Como muchos alcohólicos, aunque pueda parecer lo contrario desde fuera. No ha vuelto a verle desde que arrojó la nevera mini-bar por la ventana del Rex a las ocho de la tarde. Ella se había bebido la última botella de ginebra pese a que sabía perfectamente que a él no le gustaba el whiskey. Lucía no es capaz de recordar por qué se había bebido la botella. Supongo que en el momento le parecería divertido. Cosas del alcohol. Después piensa en Enrique y se toca la pulsera. Después respira profundamente y se alisa la falda. Enrique fue su salvador. Fue quien le convenció de que tenía que dejar el alcohol. Lucía tenía veinte y ocho años y por aquel entonces pensaba que algún día lo dejaría, pero que desde luego era demasiado joven para hacerlo en aquel entonces. Ella lo iba a dejar, claro, sólo que no en ese preciso momento. En aquellos tiempos ya era toda una profesional y tenía su adicción “a raya”. Como si las adicciones su pudiesen tener bajo control. En tal caso no serían adicciones. Lucía sólo bebía cuando se ponía el sol. A veces ni siquiera le daba tiempo a tener resaca y llegaba directamente borracha a trabajar. Pero la verdad es que no se arrepentía en absoluto. Los treinta era una edad tan válida como otra cualquiera para empezar una nueva vida. De hecho cree que le hizo muy bien. Ahora, cuando se tropieza con las caras de hastío de sus compañeros en el ascensor agradece no estar harta de aquel estilo de vida. Tampoco descartaba volver a hacer un giro radical algún día, aunque no sabía hacia dónde. Ahora le parece que está claro. Lucía siente que se avecina un nuevo cambio. Igual, cuando todo esto llegue a los medios, la llaman para hacerle entrevistas o puede que incluso dar conferencias o charlas. A lo mejor debería escribir algo sobre el machismo. O participar en algún movimiento. La verdad es que esa idea siempre había estado dando botes por su cerebro. Ahora era el momento. Lucía respira profundamente y se mira al espejo. Sonríe mientras se alisa la falda. Alguien llama a la puerta. Lucía sabe que es la policía. Sólo espera que se lo hayan llevado ya. No quiere verlo. Ni siquiera herido en una camilla. Ni siquiera derrotado por ella. No quiere verlo porque su asquerosa cara y sobre todo ese brillo en sus ojos le recuerdan a Jaime, y a Lucas, y a Mariano. No quiere verlo porque para ella ahora mismo esa cara representa todo lo odiable y vomitivo que hay en el mundo y si lo ve no sabe si podría no escupirle, no gritarle, no arañarle la cara mientras lloraba desconsolaba y le maldecía una y otra vez como si así pudiese evitar que existiese. Como si la humanidad pudiese cambiar con ese acto de renuncia, y rabiosa y pura rebelión.  Agarra el pomo y piensa en qué cara poner cuando abra la puerta mientras recuerda el tacto del abrecartas en su mano. El calor de la sangre manando de la pierna. El grito. El de ella en principio, y al cabo de unos segundos, agónico y sorprendido, el de él. Lucía no fue consciente de tener el abrecartas entre las manos hasta que lo sintió clavado en el muslo de su jefe. Cuando miró vio que se había hundido hasta la mitad. Entonces había venido aquí, al lavabo. Lucía escucha susurros fuera. Saben que está en la puerta. Sigue sin saber qué cara poner. Suspira profundamente y se alisa la falda. Abre la puerta.

—La próxima vez le dirá que se la chupe a la puta madre que le parió.-La voz de Enrique suena agresiva a través del teléfono. Lucía nunca ha visto a Enrique agresivo. Ahora lleva sin verle unos cuatro meses. Habían almorzado. Él estaba de paso en la ciudad y la llamó. Sólo almorzaron. Las palabras de Enrique le transmitían apoyo. Algunas agentes de la comisaría también le habían transmitido algún comentario que pretendía mostrarle algo parecido a la complicidad teórica. Los policías le habían dicho la verdad, estaba jodida. Nadie sabía si el señor González le había dicho que se la chupase pero lo que estaba claro es que había un abrecartas clavado en su muslo que no estaba

ahí cuando ella entró. Pero sí al salir. Jodida nivel jodida.

—Enrique-intentó sonar calmada-necesito un abogado.

—Tú tranquila-fue su única respuesta.-Yo me ocupo de todo.

 




Jóvenes desconocidos

La ciudad no duerme nunca, ni siquiera de noche. A las 3 de la mañana, el veloz trasiego de los coches contamina un silencio que no existe. La lluvia cae de forma violenta sobre el asfalto y los húmedos tejados. En ese momento, el duermevela de un infeliz inquilino de la última planta de un viejo edificio termina. Él es uno de esos seres nocturnos que permanece día tras día encerrado entre las cuatro paredes de su habitación. Unas paredes mugrientas, oxidadas y desnudas que no contienen ningún recuerdo. Su clausura es casi total, solo sale al mundo exterior cuando es estrictamente necesario. Vive enfrascado en un mundo de cristal, tan frágil, que cualquier revolución interna podría arruinar su prudente calma. Sin embargo, casi siempre sostiene entre sus manos una botella de alcohol, cuyo cálido y familiar escozor ayuda a mantener sus dolencias a raya. Así consigue disipar la realidad que tanto odia y dar una furtiva bienvenida a lo que él llama “los mundos de sirena”.

Fracasado director de cine, un artista en ruina y en descendente decadencia. Malherido cuerpo sin amor, víctima mortal de una vida que ya no es vida. Este solitario de bien entrados los cincuenta, comprometido con sus vicios y de melancólico estado anímico, no está tan solo como parece. Para su fortuna o desgracia, disfruta de la compañía (en apariencia molesta, pero querido en secreto) de un gato sin nombre. Un minino huérfano de madre, o más bien de dueña, la vecina de nuestro deprimente amigo. Una mujer mayor, que llegó a ser una cantante de renombre, pero en los últimos años de su vida, era solo un recuerdo difuso de algo que se fue en otro tiempo. Decidió acoger al animal en su casa, cuando la anciana murió, al ver que la casera quería abandonarlo en la calle.

Como de costumbre, y debido al sueño ligero de nuestro desdichado, el gato ha vuelto a despertarle al hacer crujir el suelo de madera. Del enfado éste le grita, y el felino al huir, salta al escritorio tirando a su paso una pila de libros polvorientos y olvidados. Con un enfado creciente, el huraño habitante sale de la cama para recoger el desastre que ha organizado el gato, el cual ya se encuentra lamiéndose debajo de la mesa de la cocina. Recoge uno a uno los libros, con una parsimonia religiosa, pero de repente se queda inmóvil. Tiene en sus manos un libro de tapas de terciopelo rojo. Lo abre y comprueba que en su interior las hojas están en blanco. Sin más dilación, se sienta frente a la mesa de escritorio, y comienza a escribir gracias a un recuerdo aletargado. Sin abandonar de su lado, claro está, la botella perenne de alcohol.

PASAR DE PÁGINA

Era sábado por la noche, el alboroto de las calles de Madrid casi se podía tocar y olisquear en el aire. Los jóvenes correteando libres, sin miedo al tiempo, ni a ser viejos, como si la vida fuera un para siempre. Ingenuidad sobrevolando sus cabezas. Eso es lo que crio los ochenta. Y ahí estaba él. Otro soñador más entre tanta gente, gritando junto a sus amigos antes de que el concierto empezara. No tardaron en llegar las drogas a sus cuerpos tiernos y frescos. Sabían que una vez que el veneno hiciera efecto, la noche sería eterna e incansable. Dicen que una simple acción puede cambiar nuestra vida, pero lo que yo creo, es que incluso un insignificante gesto puede trastocar todo el universo. Así de sencillo y fulminante. En medio del concierto, y con los ánimos desbordados, el chico la vio. Con su vestido de color negro, y su mochila roja. Bailaba cómo si no escuchará la música. Cómo si no fuera consiste de la gravedad sujetándola a la tierra. Cómo si no hubiera universo. Cómo si solo estuviera ella. Tuvo que obligarse a respirar porque casi se quedó sin aliento observándola. Y sin pensar muy bien lo que hacía, como si la realidad no fuera consciente de sus pasos se acercó a ella. A pesar de que parecía ajena al mundo paró suavemente como si de alguna manera, y a pesar de tener los ojos cerrados, advirtiera la pusilánime presencia del chico. Ella abrió los ojos, y él se quedó mudo. Mudo y sordo, porque no entendió la primera palabra que pronunció los labios de carmín rojo. Se acercó violentamente a su oído, y dijo su nombre. Un nombre que a él le sonó como un cañonazo.

 -Me llamo Belén -dijo la chica dejando un eco insalvable en la mente de él-. Siguió sin recibir respuesta alguna del muchacho que se encontraba frente a ella. Volvió a hablar pero esta vez para proponerle bailar.  

Y él asistió sin decir nada tan rápido, que pareció sorprenderse de la valentía de sí mismo. En ese momento lo supo. Se dio cuando de que nada volvería a ser lo mismo. Sintió miedo, miedo de no volver a verla, y por primera pensó en la soledad. Era un sentimiento nuevo, o eso creía él. Pero era una verdad a medias, siempre había estado solo, pero nunca fue consciente de ello hasta que otro corazón le tocó de cerca. Tan cerca, que hasta el alma le temblaba cada vez que ella le apretaba la mano más fuerte. O cada vez que sus cuerpos tropezaban por culpa de la multitud eufórica del concierto.

-¿Sabes hablar? -dijo Belén esbozando una sonrisa al final de la frase-.

 Justo antes de que el chico pudiera pronunciar la frase que quería decir de carrerilla, ella gritó, y se puso a cantar, la que decía era su favorita. Era un pájaro libre dispuesto a hacerlo todo antes de que el frío invierno le obligase a cambiar de vida. Impulsiva, natural, pura,… Era todos los adjetivos juntos, y eso a él le fascinaba. No iba a dejar pasar una oportunidad semejante por no tener agallas, así que la llamó por su nombre, y la dijo que le ayudara a ser impulsivo, que nunca en su vida había hecho lo que realmente quería por miedo o vergüenza. Entonces Belén pareció satisfecha, era consciente del efecto que provocaba en la gente.

Se marcharon del concierto los desconocidos a toda velocidad. Comenzaba el juego, dos jóvenes vagabundeando por la ciudad, por las avenidas llenas de gente, por los rincones vacíos, bebiendo los licores de los bares y el resto de drogas, atravesando las peligrosas vías del metro, arrojando gritos desde el edificio más alto…Ya casi estaba amaneciendo, y el fresco de la mañana salía por sus bocas en forma de vaho, pero no les importaba. Llegaron a un puente, y ella cerró los ojos y respiró profundamente, como intentando capturar todo de ese instante. Seguidamente se asomó por la barandilla, parecía que de un momento a otro le saldrían alas y se despediría de él para siempre. Entonces la agarró de la cintura para evitar la posible huida, ella se dio la vuelta y por fin hicieron eso que querían hacerse desde hacía horas. No tenían miedo a ser vistos, para ellos la ciudad aun dormía, y todo el ruido del mundo lo provocaban sus cuerpos desvelados. Más vivos que nunca se subieron a la barandilla del puente, y bailaron una música imaginaria mientras los primeros rayos de sol les quemaban la piel. Entonces aquel día y sus veinticuatro horas se convirtieron en pesadilla. Belén resbaló de la barandilla y cayó. Así se despidió del mundo.

-Nunca podré olvidarla.

Esa fue la última frase que escribió nuestro melancólico amigo en el libro de terciopelo rojo, tras dar un gran trago a la botella.

 

 




Escalando al cielo

        

Los personajes iban llegando eufóricos. Recuerdo sus risas y cómo trataba de no oírlas. Ese día estaba hastiado del mundo: otra típica crisis post-adolescente acompañada de melodías rockeras. Todo cambió cuando llegó Bastián con la su novia Johanna. Como si hubiese sido un imán, todos fueron atraídos hacia el célebre dirigente estudiantil. Bastián no tardó en hacer de las suyas:

         -Hoy me puse a pensar acerca de la importancia de la escuela de Husserl en los escritos de Heidegger. De hecho, ¿no será todo el pensamiento postmoderno una abstracción fenomenológica de estos filósofos? No sé si han leído a Nietzsche pero él también de una u otra forma al hacer el estudio sobre los griegos, partió de una manera husserliana preocupándose de las percepciones individuales y secundarias en torno al objeto primario en cuestión

         Lily, la hippie chic por excelencia, comenzó a rebatirle hablando de Hanna Arendt y Sonia Montecino. Me apesté. Fui a emborracharme, a evadir mi puta vida, no a escuchar a unos engreídos bastardos. Me paré. No recuerdo si me despedí o no y me largué. Me sentía solo, atolondrado e ido. Pensé en algún amigo de verdad. Desde un teléfono público llamé a alguien de quien hacia meses no sabía nada: Víctor.

         -Aló… ¿Víctor? Hola, compa, tanto tiempo, hueón. Oye, juntémonos en el centro

         Su voz se notaba gastada y la fragilidad de su respuesta, extrañamente, me dio esperanzas.

         -Está bien… Juntémonos en donde…en donde siempre: el Parque de los Reyes

         Víctor recién había entrado a estudiar ingeniería industrial. Su vida no era como la de mis amigos borrachos y drogos. Él quería formar una familia y dedicarse cien por ciento al trabajo. Su tranquilidad y rutina era torcida cada vez que se juntaba con Luisiño y conmigo. Luisiño, eso sí, estaba en el norte. Compramos tres botellas de cerveza en el local donde siempre nos atendía un tipo extraño. Nos perdimos en un callejón al frente del parque y comenzamos a beber. De pronto, un rottweiler y su dueño, un flacuchento con cadenas colgando y una camisa floreada abierta, aparecieron a nuestro lado. Nos miró un largo rato mientras su perro nos olfateaba. Luego, se fue un tanto confundido. Entonces, decidimos ir a la plaza y terminar ahí nuestro brebaje.

         -¿Crees en el más allá?- la pregunta de Víctor me llamó la atención. Sus ojos brillosos se perdieron en el horizonte.

        -Tú sabes que creo en duendes, fantasmas, demonios; todo lo raro, bienvenido sea- le contesté riendo. El alcohol me ayudaba una vez más a escupir mis vacíos- ¿Por qué?

        -No, es que… He tenido una vida de mierda… Ya… Ya no tengo mundo…

        -Yo tampoco. Y creo que me gusta no tenerlo. ¿A ver? ¿Por qué estás tan tristón? Apuesto a que es una mina, y si es de tu U estás cagado porque para conquistar a una hippie chic simplemente debes ser un postmoderno alternativo neokantiano expresionista documentalista fotógrafo con magíster en el extranjero, descendencia europea, experto en arte abstracto-contemporáneo y que se la pase en el barrio Lastarria, el Bellas Artes, el cine arte y además debe saber esoterismo hindú. Obvio: debe ser un comunista pop acreditado… Y quizás soldador al arco

         Víctor me miró más triste aún y contestó:

         -Eres muy hueón

         Luego tomó de un sorbo casi la mitad de la segunda botella. Como si el alcohol hubiese quemado su alma, dijo:

         -Hueón, hagamos algo loco… Estoy harto… ¡Vamos!

         Su actitud me dejó dubitativo. ¿Era el Víctor?, pensé. Lo seguí. Cruzamos todo el centro de Santiago y llegamos al cerro San Cristóbal. Caminamos por la calle que le rodea. Pensé que iríamos al sector de camping El Ermitaño. No fue así. Víctor se detuvo ante una ladera del cerro y gritó. Entonces comenzó a subir como loco. Me pareció un buen juego, sólo que andaba con bototos y de escalar cerros no tenía idea. Pero vamos, pensé, hagámoslo. Al principio me fui afirmando de algunas hierbas que salían al paso. Sin embargo, más arriba, todo se hacía brutalmente arenoso. Miré hacia atrás: ¿cuántos metros iban? Apenas se veía la calle. De pronto, no pude asirme a nada firme; comencé a resbalar. Una caída significaba mi muerte y en un segundo no vi mi vida pero sí pensamientos inconexos: una botella vacía, la ventana sin cerrar, ese cuaderno de dibujos. Entonces Víctor me despertó de la agonía:

         -¡Hueón, agárrate del tubo!

         A mi derecha apareció un tubo oscuro milagroso. Gracias a él llegamos por fin a un lugar más llano. Me tiré al suelo acalambrado. Estuve sin poder moverme por media hora. A nuestro lado un cartel decía: “No pasar. Terreno de derrumbes”. Había cientos de piedras sobre nosotros. Cuando pudimos seguir, descubrimos que estábamos perdidos. Caminamos por horas en trayectos húmedos (en el día anterior había llovido), delgados como el grosor de una cañería. Víctor estaba ido; yo, cansado.

         -A este paso vamos a llegar al cielo subiendo- le dije.

         Me miró con un gesto de sorpresa. De pronto, apareció un lugar de camping. Volvimos a escalar un poco y por fin hallamos la calle de regreso. Salimos por el sector de Pedro de Valdivia siendo que habíamos entrado por Pío Nono. Nos abrazamos de alegría. Me había olvidado de mis berrinches post-adolescentes. Él, en cambio, seguía triste. Ya era de noche. Cuando nos despedimos, me quiso decir algo:

         -Oye, casi morimos hoy… Y… Mira… Hace tres meses… Mi mamá…

         Se quedó callado. No quiso seguir hablando. Le di un abrazo fraternal. Entonces se marchó.

         Para darle un fin de película a esa historia, y sentirme el típico personaje principal con su chaqueta negra apoyado en una esquina fumando, me compré un cigarro. Lo gracioso es que yo no fumo.

 




El Neurobosque (I)

“Soy luz,
en la vertida
invocación. Rayos de espanto y miel”

Luna Andrade

La mente es el templo maldito de los peregrinos de la verdad.

Uriel había desaparecido, y su compañero temió que no hubiera sobrevivido al viaje. Balam se encaramó al alto de la colina, que conquistaba un valle inundado de deslumbrantes piedras marfileñas. La arena formaba islas cristalinas, incrustadas entre las diminutas grietas. La herida había perforado su piel, y el miedo que sentía le puso en alerta ante el peligro de tener que enfrentarme solo a los embistes de aquel lugar; el Neurobosque, donde todo el pensamiento era siempre producido y concentrado. De modo que los pensamientos negativos y perniciosos, las abyectas sombras, vagaban por aquellos inexplorados lares, donde los aventureros morían al poco de enfrentarse con los oscuros laberintos que albergaba aquella terrible inmensidad.

Tras alcanzar la cima de la colina, Balam cerró los ojos, convenciéndose de que las habilidades de Uriel; quien, además de una inteligente investigadora, era una habilidosa mujer, le alcanzarían no sólo para sobrevivir en tal hostil entorno sino también para encontrarle. Eso esperaba él, hallar su níveo rostro en la ambarina lejanía, volver a agradecer su cálida, agradable y segura compañía. Cruzó las piernas a modo de meditación, y trató de rebajar el nerviosismo de su corazón. No estaba enamorado de ella, no la quería en el sentido romántico, habían discutido demasiadas veces y eso había minado la relación, pero aun restaba algo de confianza mutua. Quizás la suficiente como para compenetrarse ante un reto de semejante embarradura, una meta; la de sobrevivir, que no habían alcanzado las anteriores incursiones.

Horrorizado, vislumbró a lo lejos como el viento levantaba el manto arenoso, diluido en torno a la entrada del bosque. El joven sintió como si todos los muertos se hubieran puesto de acuerdo para soplar a un mismo tiempo, traspasándole, captando su miedo total y paralizante.

Entonces la arena fue arremolinada por el viento, formando un centro circular que actuaba como ojo del huracán. Las piedras levitando furiosas en torno al círculo como un enjambre de avispas, danzando al sol de una funesta melodía de chasquidos que Balam percibió como si a cada restallido de las rocas, los muertos acercaran el pútrido aliento a su rostro, aterido, de facciones agarrotadas, pupilas desorbitadas y una mira titilante, y el hedor de la muerte lo acechara en el valle.

El remolino de piedras iba engrandeciéndose. Si al principio se le antojó como la humeante y blanca cola de un incendio, más tarde las ráfagas de viento arrancaban tocones de cuajo, jugando con los inmensos peñascos, que a veces golpeaban contra el suelo, regresando el restallido sordo que tanto enloquecía a Balam. El joven se tapó los oídos y respiró hondo, deseando que Uriel se encontrara en una situación más favorable. Se colocó el arco y el carcaj de flechas, así como el equipaje que había preparado junto, y que consistía en un ligero inventario para la supervivencia: cuchillos, hojas acridas, pañuelos y mantas, cuerdas, cantimplora, comida. Aun así, Balam sintió el peso en los hombros. Su menudo y débil cuerpo no se encontraba preparado para largos y fatigosos trayectos, y las enfermedades que había padecido por su frágil condición legaron un poso de cansancio y hartazgo en sus movimientos. Además, no se había entrenado lo suficiente.

El joven empezó a descender por la colina. En el cielo, los soles apagaban sus llameantes compartimentos, reservando energía para el siguiente día. Balam agarró las ramas que un arbusto, semejante a un matojo desmarañado de pelo, rizado y fuerte, desplegaba de su espinado tronco, tratando de dominar la inseguridad que le había agarrotado hasta contraer las facciones de su rostro. Las gotas de sudor le irritaban la piel quemada y agrietada como un ajado pergamino. Resbaló por la pendiente, y por un fugaz instante recordó que, en realidad, el miedo siempre había dominado sus pensamientos.

Las ráfagas de viento le tiraron al suelo, mientras bajaba de la colina buscando a Uriel. De un momento a otro, había caído sin remedio, arrastrado por los filamentos cortantes de los riscos, sangrando en las islas de arena y bañándolas de bermejos y diminutos océanos. La sensibilidad herida por el acoso de la nube de piedras que seguía restallando, cada vez más cerca de su posición, estrechando el cerco de los muertos.

Más tarde se produjo un gran estruendo. Balam, tras examinar durante unos instantes las heridas que surcaban su debilucho cuerpo, se levantó y asistió a un horrendo espectáculo. Advirtió que alguien o algo se habían movido en las cercanías. Sopló el viento y los granos de arena se colaron entre las hojas y los pasillos de los tallos, apareciendo, tras los ramajes, el rostro descompuesto y atribulado del fantasma, como un enjambre de avispas enfurecidas y apestosas con el hedor de la muerte.

— Si quieres vivir, será mejor que regreses— dijo el fantasma.
— No tengo ningún lugar donde volver — dijo Balam.
— La tierra de los vivos
— De donde yo provengo, sólo quedan resquicios de la destrucción. Todo ha explotado en pedazos y se ha fragmentado. ¿De qué vida me hablas? El planeta es una basura espacial y, quienes nos gobiernan, destruyen civilizaciones en nombre de la divinidad del Acaudalón. Si la respuesta se encuentra en el Neurobosque, allí iré a buscarla — dijo Balam.
— … — el fantasma quedó en silencio.
— ¿Sabes dónde queda la entrada al Neurobosque?
— Valery dijo que hoy llegarían dos personas. Ella sabe alcanzar ese lugar que pretendéis — dijo el fantasma.
— ¿Uriel ha venido? — preguntó Balam.
— Estabais en las cercanías del Alto de los Vientos cuando fuisteis víctimas del imago y discutisteis— dijo el fantasma.
— ¿Qué ocurrió?
— En esta zona, la influencia imágica ya se deja notar. Eres inteligente, aunque no tanto como tu amiga. Ya habrás adivinado que las hipótesis de Uriel son acertadas; si el imago actúa con tanta fiereza, te encuentras muy cerca del Neurobosque, el pretendido centro del pensamiento al que han intentado acceder tantos otros. Ya sabrás que murieron, o que abandonaron el bosque al poco de haber entrado, para poder salvarse. Tú caíste bajo la influencia del imago y presionaste a tu compañera; deberías recordarlo. Discutisteis y cada uno tomó su camino; fuiste a escalar la colina que corona la blanca explanada, y Uriel tomó la senda que rodea el cañón. Te contaré un pequeño secreto; el Bosque de Valery, así llaman los lugareños a los laberintos más superficiales del Neurobosque — dijo el fantasma.
— ¿Qué camino tomó Uriel? — pregunté.
— Fue a ver al fantasma errabundo de Valery — dijo el fantasma.

El fantasma desapareció en el viento.

<<¿Discutí con Uriel?>> se preguntó Balam.

El joven hizo acopio de todas las fuerzas, pensando que no estaba preparado para un momento crucial como ese. La influencia del imago debía haber actuado sobre los recuerdos, y la amnesia temporal podía esconder algo demasiado oscuro, reprimido por el subconsciente-seleccionador. La memoria es una arma poderosa, cargada de pasado y de futuro, pero peligrosa.

Una bandada de uropájaros azules, inmensos, de mirada muerta, emprendió el vuelo. Iban a desenrollar su flácida y larga lengua, le pareció, para atraparle entre sus garras y engullirle sin contemplación. Los uropájaros se posaron en los hillus. Después de unos instantes de confusión, Balam abrió el macuto buscando las hojas acridas. Aunque no sentía demasiado dolor, los rasguños y arañazos surcaban sus miembros. Puso las hojas sobre el pañuelo que a veces utilizaba para cubrirse, y lo ató primero a los brazos y más tarde a las piernas. Esperó a que hiciera efecto y se preparó para seguir camino, maldiciendo a los fantasmas.

<< Uriel y yo encontraremos el Neurobosque y le dedicaremos el descubrimiento a la ciencia. Orgullo de haber demostrado, al fin, las falsedades de la religión del Acaudalón. Debo conducirme al encuentro con Uriel. Si antes, uno de esos uropájaros no me arranca la cabeza. Parece que los pajarracos susurran entre sí, apostando sobre el momento en que caeré. ¿Quién será el primero en devorarme? ¡No! De eso nada. Mejor pensaré en cómo salir de aquí>>

Balam dio a parar a una explanada. Los rayos del sol se reflejaron contra las superficies centelleantes de las piedras, y se le antojaron los destellos como miradas inquisitivas. Seguía sintiendo que su presencia, además de rechazada, resultaba peligrosa para los habitantes del lugar. Se protegió del sol con la mano, y siguió caminando, dejando atrás la peligrosa atención de las tarántulas y los escorpiones, que habían calculado el golpe para inyectar el veneno, justo antes de que él escapara. Pero no podía tentar siempre a la suerte. Bebió agua de la cantimplora y comió algo de pan.

El estómago se le revolvió, y sintió una arcada. En el horizonte, una explanada de piedras blancas; más allá distinguió el comienzo del Bosque de Valery, árboles viejos y elevados como gigantes verdes y dorados y rojos, que revoleaban con el viento de los fantasmas, abriéndose en floraciones púrpuras. Más lejos aún, los pasillos del Neurobosque irradiando una luz espectral y una oscura energía.

Caminó y caminó, sin descanso, durante un tiempo que se le antojó demasiado largo. La pesadez de sus movimientos retrasó al joven, que seguía preguntándose, apesadumbrado, por la suerte de Uriel, al tiempo que se refrescaba y trataba de poner la mente en blanco. De niño, había conseguido despojarse de todo pensamiento, pero a media que había ido creciendo una pesada carga se había instalado en el ímpetu y el vigor de su imaginación. De modo que maldijo al fantasma una y otra vez, y al someterse a ese pensamiento, el imago le sujetó con más fuerza. A medida que se adentraba en las ideas oscuras, éstas se engrandecían, cobrando un vigor desconocido.

<< Si yo he sobrevivido hasta ahora, Uriel, que es más inteligente y habilidosa, también lo habrá conseguido. ¿Quién fue esa extraña Valery? Debo apurar el paso y averiguarlo>> — pensó Balam.

Así se tranquilizó, y al poco tiempo ya se encontraba pisoteando las lindes del Bosque de Valery, tal era el nombre que empleaban los lugareños para designar los pasillos más superficiales del Neurobosque, según había afirmado el fantasma. Entonces fue maravillado por la dulce entonación de las flores blancas y moradas y rojas, colgadas en las lianas secas y en las terrazas en las que nacían las fragancias húmedas de los helechos gigantes y el musgo antiguo: las gotas de resina desprendiéndose de la corteza, goteando como la miel. La tierra y los gusanos blancos alrededor de los restos que habían dejado los urogallos; la maravilla de la naturaleza devorándose para, así, renacer otro día.

Había árboles allí que palpitaban, aun daban la impresión de ser petrificadas torres, representando la vanidosa ópera del tiempo detenido. Balam miró al techo y advirtió cómo los árboles habían hilado entre sí pasillos de madera, de modo que los animales podían desplazarse agarrándose a lo más alto y saltando entre los brazos y los dedos de los gigantes antiguos, contiguos en su altanería, árboles de cuello elevado y nervioso que hundían los morros en el humus de la tierra, bebiendo el recuerdo de la lluvia y los témpanos de las estaciones.

El cuerpo del joven se relajó, tomó aire fresco y suspiró. Cuestionándose los motivos que habían llevado al fracaso de las anteriores expediciones, quiso descansar y fue a sentarse entre los troncos de dos álamos, que parecían haber sucumbido en una colosal batalla. Exhaló aire y trató de calmarse, pero la irritación y el miedo le devolvieron el horrendo rostro del fantasma de piedras blancas, y se dijo que si encontraba a Uriel, dejaría su cobardía a un lado y se arrojaría al destino que estuviera reservado para ambos. Los árboles habían caído formando un extraño triángulo, aunque sin llegar a tocarse, resultaban comunicados por las plantas y las hojas, las diminutas colonias de insectos y los senderos que iban reptando los gusanos. La putrefacción había dado lugar a todo un universo microscópico de vida.

Balam oyó unas rápidas pisadas, de zancadas muy cortas. Se levantó y miró alrededor. El tronco hueco y putrefacto en el que había descansado, comenzó a oscilar con el peso de un escarabajo que llevaba una de las piedras blancas de la explanada. Antes de que el bicho llegara al extremo del tronco, el rodar de la piedra se detuvo y el tronco dejó de oscilar. El bicho volvió a coger aliento y salió escopetado a la hojarasca, que el joven había pisoteado a su llegada. La piedra relució con los rayos filtrados por los pasillos del techado natural, y a Balam le pareció que en la roca había grabada una runa.

El escarabajo siguió corriendo, al parecer alertado por la hostil presencia del joven, quien no advirtió con claridad el grabado de la runa hasta que dio un pisotón al escarabajo. Entonces el bicho soltó la roca y huyó renqueando hacia las profundidades boscosas. La runa había sido tallada con tres líneas quebradas a la mitad, indicando que algún mar, océano o superficie acuosa se encontraría cerca.

Como Balam no tenía más forma de ubicarse que su instinto y su ingenio, sobre el que albergaba grandes dudas, siguió el fatigoso camino de las patitas heridas del escarabajo, esperando que éste le condujera hacia el descubrimiento de más runas y mensajes perdidos. El bicho guiaba sus antenas por el aire, deteniéndose, obstinado y asustado. Se paraba y volvía a emprender la marcha a empellones, apretando la boca. Las pisadas del escarabajo legaban huellas en la tierra fértil y viva, e iba siguiendo los contornos de las copas, cruzando los charquitos en lo que nadaban sapos y renacuajos.

El joven caminó tanto tiempo, que se exasperó de seguir al bicho. Atravesó unos pasillos naturales que daban a una terraza encharcada. El rumor de las pisadas de Balam espoleó a los atónicos anfibios, que brincaron en arcoíris. De pronto, el bulto marrón oscuro del escarabajo gigante, que había cargado con la blanca runa, se confundió en los oscuros ojos del joven, que perdió la pista al bicho entre los limosos cantos del fondo de la terraza, y los cobrizos sapos que poblaban las charcas.

Los nervios volvieron a avasallarle, y se culpó por no haber mantenido la concentración. Aterido por la falta, la sensación de culpa se le antojó como un preludio de un descubrimiento más nefasto. Se detuvo, y sacó de pan del macuto. El estómago se le había recuperado, y comió con placer. Las migas cayeron al agua y unos pececillos saltaron raudos, deleitados por la comida.

Balam advirtió que la terraza, que parecía cerrada, se abría más allá como una boca acuosa y ávida de tragarse la tierra ya humedecida. Tratando de no resbalarse con el limo del fondo, había aminorado la marcha, con que aún tardo en alcanzar el lago anunciado por la runa del escarabajo. Apartó las ramas que flotaban en el agua, que ya le cubría hasta la cintura, y se dirigió a los juncos que lindaban con la tierra. Allí, secó sus ropas, comprobando mientras que no hubiera perdido nada del equipaje. El entorno se hallaba dominado por los juntos, que titilaban como los cuerpos de los fantasmas.

Adentrado un poco más en la tierra, observó los hillus blancos, árboles que parecían muñones cubiertos de liquen, vertebrados a través de brazos blanquecinos, agitadas las frágiles ramas al son de los vientos, suturando los cortes que alguien había hecho en ellas. Según la tradición del imago, después de sangrar la resina de los hillus, había que hacer un hueco con el cuchillo y, en el interior de la rama, introducir un papel en que hubiera escrito los designios que cada uno deseara en su vida. El viento fantasmal soplaba entonces, y llevaba las palabras y los deseos y las esperanzas, desde el Neurobosque, ya muy cercano a la posición de Balam, hasta el resto del planeta.
Escogió al azar una rama, sacó el cuchillo del macuto y quitó la resina que suputaba en lentos y dulces borbotones. Extrajo entonces un papel.
— El destino de Valery es no tenerlo — leyó Balam.
Un oxidado martilleo le golpeó la cabeza. Anduvo lento y pesado, zarandeándose de un lado para otro. El mareo le sumergió en zonas más adentradas del bosque. Entre los enormes helechos, los hillus con las ramas colgando, y el fango en que hundía su peso, había perdido la noción del tiempo.
Entre las ramas de los hillus, y como si se tratara de un espejismo, distinguió la hermosa figura de Uriel y corrió hacia su compañera, quien había descansado la cabeza en las faldas cuarteadas de los árboles. En cascadas relucientes caían sus dorados bucles, contrastando con la corteza blanca y el traje azul de exploradora, enmugrecido por el viaje, que vestía. Parecía una niña atrapada en una pesadilla, contrayendo su hermoso rostro con una ternura que le arrebató a Balam, pues iba acompañada de una fortaleza que le calmaba. El cuerpo no era de ninguna niña,; su compañera se había entrenado más que él. Las piernas de Uriel se flexionaban, fuertes, adoptando una posición casi fetal.

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Trató de despertarla con dulzura, pero como se había adentrado en una profunda fase del tiempo, tuvo que zarandearla un poco. Entonces Uriel abrió sus enormes ojos azules y, en los primeros instantes, se asustó de ver a Balam y le propinó un manotazo involuntario. Después se desperezó y ambos se fundieron en un poderoso abrazo que irradió energía propia, fuerzas para que juntos, sobrevivieran al desafío del Neurobosque. Entonces Balam no pudo resistir el impulso de lanzarse al encuentro de los labios de su compañera e intentó besarla, pero Uriel se apretó con habilidad y disimuló que no había sucedido, para seguir diciéndole lo bien que les iban a ir las cosas, ahora que estaban juntos de nuevo.

— ¡Balam! — dijo Uriel sonriendo— Qué alegría tan grande. ¿Cómo estás?
— Estoy mejor ¿Tú cómo te encuentras? — dijo Balam, recuperado de las migrañas.
— Llegué aquí después de rodear un cañón. Vi un caballo salvaje pero huyó asustado. Seguí el curso del río y llegué a un pueblo, donde conocí la historia de Valery de boca de unos aldeanos, que me indicaron el camino hasta el bosque. Luego hice memoria e interpreté las piedras que llevan los extraños escarabajos de este lugar. Pero encontré a Valery jugando con unos peligrosos jaguares y me asusté tanto que salí corriendo. La niña les dijo a las bestias que se estuvieran quietas y le obedecieron como si hubieran sido gatos domésticos. Los jaguares bostezaron, perezosos— dijo Uriel.
— ¿Dónde está Valery?
— ¿Valery? Balam es amigo mío y quiere conocerte — dijo Uriel.

Al igual que en la explanada de piedras blancas, el viento comenzó a soplar en rachas huracanadas, que levantaban los riscos y ramajes, formando el centro de un huracán en torno al que se iban arremolinando los desperdicios del suelo. El estruendo de las piedras, los arbustos y las ramas chocando entre sí, dio paso a un zumbido sordo. Más tarde, Balam y Uriel contemplaron el rostro atribulado del errabundo fantasma de Valery, que lucía una sardónica sonrisa.

— ¿Por qué habéis venido? — preguntó Valery.
— Queremos llegar al Neurobosque — dijo Balam.
— Yo he sido olvidada. Aunque los aldeanos repitan mi nombre, nadie se acuerda ya de mí. Tú también serás olvidado, dentro de muy poco además, y ansías adentrarte en el Neurobosque para encontrar la fuente de la vida — dijo Valery.
— ¡Pues claro que queremos hallar el agua vital! — dijo Uriel.
— Al menos tu amiga es sincera — dijo Valery, mofándose de forma estruendosa.
— Ya sé que voy a ser olvidado, para siempre. ¿Y qué? Lo importante en la vida, es la vida en sí misma. Me refiero a liberarla de las ataduras y vivir el presente, sin penas ni castigos — dijo Balam.
— Puedes engañarnos a Uriel y a mí. Pero ¿De qué serviría, verdad? — preguntó Valery.
— Balam dice la verdad — dijo Uriel.
— ¿Por qué discutimos en el Alto de los Vientos, Uriel? — preguntó Balam.
— El único recuerdo que conservo es una imagen en la que aparecemos los dos. De fondo se perfila una colina, más allá veo una explanada de piedras blancas. Las tormentas de arena parecen ciudades y pueblos antiguos. Te recuerdo muy alterado, con la cara desencajada; chillas. ¿Me gritabas a mí? — preguntó Uriel.
— Tengo lagunas — dijo Balam.
— Lo más seguro es que la imago debilitara nuestras voluntades, corrompiéndolas. Hace años que somos amigos. ¿Por qué discutiríamos? — preguntó Uriel.
— Por el momento, será mejor olvidarlo — dijo Balam.
— ¿Hacia dónde nos dirigiremos? Las runas indican un doble camino, el que trae hasta aquí y el que devuelve fuera del bosque. Por cierto ¿Por qué los aldeanos pusieron tu nombre a este bosque? — preguntó Uriel.
— Porque vine a escribir mi destino en los hillus — dijo el fantasma de Valery.
— ¿Y por qué escribiste que tu destino era no tenerlo? — preguntó Balam.
— ¿Cómo lo sabes?
— Lo encontré escrito en la rama de un hillus que abrí.
— Quería perderme, alejarme de las palabras ajadas por las gentes que las escupían en el valle como si, al afirmar la idea que tenían de sí mismas, una idea que había sido construida en los cimientos de la justificación de su existencia penosa y gris, se transformaran en personas que creían ser buenas pero que, en realidad, se habían sometido al círculo de la justificación. La sociedad está formada por personas buenas que comenten actos viles porque, en el fondo, son animales domesticados incapaces de abandonar su condición bestial — dijo Valery.
— ¡Pero es terrible que pienses eso! — dijo Uriel.
— ¿Por qué? — preguntó el fantasma de la niña.
— ¿Recibiste una educación religiosa? — preguntó Uriel.
— Sí
— La moral del Acaudalón nos quiere sumisas, atadas y tristes. Pero luchamos por liberarnos; otras personas viven toda la vida enajenadas. Si eres de esta región tan remota de Debian, lo más seguro es que tus padres sean aldeanos, criados en las ideas y prácticas autoritarias — dijo Uriel.
— Mis padres segaron mi destino — dijo Valery.
— ¿Cómo?
— Obligándome a escapar — dijo Valery.
— Ante una situación de sometimiento a la autoridad, lo más adecuado es combatir o abandonar, en busca de una situación más ventajosa — dijo Uriel.
— Pero una niña es incapaz de valerse por sí misma, y más de vivir en el bosque — dijo Balam.
— ¡Mentira! — gritó Valery.
— Estás muerta. Y más vale que nos pongamos en camino — dije.
— Tú también estarás muerto — dijo Valery.
— Claro. Pero antes me gustaría encontrar el Neurobosque — dije.
— Yo conozco su emplazamiento, pero todo tiene un precio. El mío es que, si sobrevivís a vuestro viaje de exploración por el territorio de las sombras, deberéis extender mi leyenda, hasta que vuelva a recodarse mi nombre — dijo Valery.
— ¡De acuerdo! — dijeron Balam y Uriel al unísono.
— Tan sólo debéis convocar a los demonios. Para acceder al mundo de las sombras, gritad muy alto, recordando los malos momentos que habéis pasado en vuestra existencia; no como si los evocarais, sino para crear en vosotros el estado idóneo para someteros al poder de la imago… — dijo Valery.
— ¿Cómo lo conseguimos? — preguntó Balam.
— Sólo abandonaros a los pensamientos oscuros… — dijo Valery.

Uriel y Balam apiñaron unas piedras y las esparcieron por el suelo, formando un círculo. Trataron de convocar al imago, ante la mirada del fantasma de la niña.

— Temo lo que pueda pasar conmigo, es como si no hubiera fondo al que caer; el abismo se encuentra tan cerca que ya puedo sentirlo. Ahí, esperando la caída final y definitiva, que me aparte de la vida. Es la sensación de que los demás todo lo pueden y mi capacidad de acción, ha sido cercenada por la raíz. Y soy preso de los demás, porque no he alcanzado la libertad. La libertad es mi palacio soñado, pero… ¿lo veré en esta vida? Las imágenes vienen a mí, Uriel, la imago fluye. Los recuerdos como argollas pesadas que siguen sujetando, pero el pasado no existe. Y el poder del imago no es real, de modo que aquí me tenéis; sombras. Porque yo no soy nada más que un hombre joven y soñador, y vosotras sois la danza oscura de la noche, y nada más — dijo Balam.

Por su parte, Uriel hizo su invocación de la siguiente manera:

— Sombras, que me habéis llamado desde siempre y que jamás habéis aparecido con el rostro descubierto, huyendo, quitándome la justicia de poder decidir; implicándome en el muro de piedra que se estableció en la conexión con los demás. La soledad de los laboratorios y la persecución por los experimentos. ¿Acaso soy culpable? ¿Por qué vienen a mí los recuadros de una mañana triste, terrible como las metas inalcanzables? Pero yo no soy una mujer de metas inalcanzables y he venido a alzarme, imago. Reconocido el poder que me has arrebatado, te exijo que te manifiestes — dijo Uriel.

De pronto, una línea de fuego se abrió en el horizonte, dando lengüetazos y desprendiendo ascuas. El humo ascendía como una cola de caballo negro.

— ¡Ahora, adentraos en la sombras! — dijo Valery.

CONTINUARÁ




Olvídalo

Vamos a suponer que nunca estuvimos allí los dos juntos. Que tu mirada no se rozó con la mía, ni tu sonrisa intentó provocar a la mía, incluso que mis latidos no acariciaron los tuyos, ni las palabras bailaron un bonito vals antes de que tus labios se estrellaran con los míos e hiciera que el universo se expandiera un poquito más la noche en la que nos conocimos. Dime que no fue allí, en mitad de ninguna parte, en el punto exacto entre el pasotismo de un adolescente y la curiosidad de un niño cuando empezamos a jugar con el amor como si no supiésemos de antemano que era un objeto inflamable y llevaba la etiqueta de precaución en el reverso. Hagamos que no sepamos que hubo una química brutal del tamaño de tu cuerpo y el mío juntos. Olvídalo, que yo no lo estoy recordando.