Ya tenía casi 40 años, Cándida, la pequeña de 5 hijos, cuando su padre, el único progenitor que le quedaba murió.
Y su vida se volvió innecesaria, para qué?
Eran los años de una posguerra dura, en un pueblo de Castilla.
Ya no tenía sentido su existencia. Se había quedado soltera, por ser la pequeña, hacía su deber, cuidar a sus padres y ahora simplemente no le quedaba nada más que un luto.
Cuidar de la casa familiar y servir en la cercana casa de su hermano mayor, el que gestionaba las escasas tierras de la familia y algo de ganado.
Apenas un verano de soledad y Antonio vino a hablar con ella.
Era del pueblo, conocido de toda la vida que se había marchado a hacer fortuna a la capital.
Se volvía a Madrid después de visitar a sus tías.
Soy soltero, le dijo, a mis años no aspiro ya a dejar de serlo, si tú quisieras, podríamos intentarlo.
Trabajo en una ferretería, la mejor de todo Madrid, no me sobra nada, pero tampoco te faltará de nada.
Sé que a lo mejor somos mayores para tener hijos, pero la compañía y tener un hogar limpio al que volver… No pido más.
Ella soñó muchas veces con los amores románticos que leía a escondidas, con la capacidad lectora que le dieron 6 años de escuela, donde Caballeros y Damas vivían historias llenas de romance que acababan en finales tristes de amores imposibles.
No quedaba nada, y por qué no, pensó?
No era lo soñado, pero mejor eso que nada.
Su último tren, su última oportunidad, como le decían las vecinas ya sólo era un sarmiento viejo, secándose despacio.
Y cogió sus pocas pertenencias, cerró la casa y marchó en un autobús rumbo a Madrid, donde le esperaba su boda en la parroquia del barrio nada más llegar.
No le amó nunca, su noche de bodas fue una experiencia para no recordar, es el sarmiento pensaba ella, seco, seco.
Y como un hábito se acostumbró a apretar los dientes y cerrar los ojos mientras se desahogaba encima suyo.
Cosas del sarmiento, que cuando florece llena de uvas la cepa.
Apenas dos meses después las primeras molestias. Su vientre agrandado, sus pies hinchados. Su menstruo perdido…
Un embarazo, para ella un regalo, donde creyó que ya no lo habría, luz, esperanza, alegría.
El también se ilusionó, sería un niño, decía, Antoñito.
Y pese al esfuerzo, a la alegría continuaban siendo extraños
Vivian en Tetuán, en un edificio trasero de Bravo Murillo, un corral antiguo dividido en pequeños pisos, con unas escaleras infrahumanas y en cada descansillo un pasillo con 6 puertas, viviendas hacinadas.
Donde era fácil adivinar las alegrías y las penas que se colaban por las paredes, las ventanas y los huecos de los patios de luces.
Los olores de los guisos, los silencios de quienes no comían…
Los escuchaba todos los días y todas las noches, los golpes, los gritos, el silencio. Y en misa la veía a diario, cuando podía moverse, esconder entre las sombras de la toquilla los moretones. Parecía muy joven.
No se atrevía a hablarle.
El salía cada mañana temprano para llegar a la otra punta a un pueblo cercano a la villa, trabajaba en el pueblo de Fuencarral, en la ferretería Subero.
Apenas media hora después de marcharse rompió aguas.
Su vecina, avisada desde hacía semanas se mostró calmada.
Ya ha llegado la hora. Llamaremos a la partera.
El dolor crecía, increíble, como jamás pudo imaginar, aguantaba apoyando su cabeza contra la pared, mordiendo una toalla.
Viene de nalgas, va a ser un parto difícil auguró la partera.
Busca ayuda.
Entre el dolor y las tinieblas la vio, o más bien la sintió, sus manos dulces, suaves, acariciando el pelo, el vientre, los riñones. Shhhh tranquila.
En la penumbra de su cama seguían viéndose las marcas en su rostro, algunas violáceas, otras amarillas mas antiguas.
Sus manos cálidas que le sujetaron mientras empujaba, que le refrescaron, que le ayudaron a incorporarse en la cama y ponerse en cuclillas
Y entre llantos nació , una niña, diminuta. Y fueron sus manos quienes la tomaron y limpiaron.
El dolor continuaba.
Hay otro! Dios mío hay otro.
Y como un guerrero en la batalla sacó fuerzas de flaqueza para alumbrar a la segunda.
Y otra vez sus manos generosas le entregaron la nueva vida.
Apenas sin descanso, de tantas horas de esfuerzo, con una niña a cada lado se marcharon todas.
Menos ella.
Y allí estaba cuando llegó Antonio.
Ya? Es un niño? NO. Dos niñas.
Su rostro lo dijo todo.
Dos? Tendré que trabajar mucho para mantener tantas bocas.
No hay cena? Y se marchó a la cocina.
Silencio, solo roto por el chirrido de la puerta al apretar con ella la sardina en arenque, y el crujido del periódico que la contenía…
Son así. No llores.
Tu tienes hijos? No. Me he embarazado varias veces, 4. Pero todos perdidos. Todos.
Mañana volveré a verte, si necesitas algo llama a Encarna la de abajo. A mi marido no le gusta que le molesten.
Y volvió al día siguiente, y al otro, y al otro.
Un oasis entre la frialdad del invierno madrileño. Los primeros días le ayudaba con la casa y las niñas, y le traía sonrisas con sus bromas y sus canciones.
Surgió entre ellas una unión tan intensa tal vez fruto de sus respectivas soledades.
Te ha vuelto a pegar. Su mirada vacía.
Es por mi culpa, estoy seca dice, no sirvo para nada, soy como una de esas cerdas estériles.
No digas eso.
Es verdad! Mira tú, a tus años… Lo siento, no quería decirlo.
Fue instintivo, con la yema de sus dedos limpiar las lágrimas, besar su ojo amoratado, la comisura de sus labios, y una caricia.
La que les devolvía a ambas la humanidad, la de saberse dignas de amar y ser amadas.
Miedo, susto, vergüenza y un adiós precipitado…
Pasaron varios días, apenas sin poder, con un pañuelo anudado como había visto en el pueblo se ató a una de las niñas sobre el cuerpo, la otra en otro pañuelo sujeta entre sus brazos.
-María ábreme, soy Cándida.
-No puedo.
-Ábreme! No me iré de tu puerta María!
-Qué quieres?
-Pasar.
La puerta se abrió de par en par. El ruido al cerrarse.
– Eso es pecado. -Permanecía de espaldas a oscuras.
-No. No puede ser pecado, cuando te pienso sonrío y mi tripa de se llena de mariposas, como los libros de doncellas y caballeros que leía hace años.
No puede ser pecado, que alguien te cuide y acaricie.
Pecado es que te pegue e insulte. Pecado son tus lágrimas.
Pecado es que me desprecie por haber tenido dos hijas y no un hijo.
Pecado es que no sepa como es el tacto de mi cuerpo.
Pecado es que nadie diga nada.
Pero si no quieres no te volveré a molestar. -Levantó la mirada.
-No quiero que te alejes. No quiero estar sola.
Y así, con la sencillez de quien no busca, de quien no comprende, se refugiaron sin más en un amor dulce y puro, necesitado.
Y juntas los ratos de soledad tras dormirse las niñas se entregaban a una pasión serena y lenta, cadencia dulce y silenciosa.
Y juntas descubrieron la humedad, entre caricias y un respetuoso amor, sencillo, pero amor.
Las vecinas, amigas, compañeras, confidentes.
Besos escondidos, abrazos emocionados a hurtadillas.
Y el pasar de los meses y un nuevo embarazo de María.
-Te tienes que cuidar.
-Se irá, todos se van.
-Este no. Este es mío también. –Risas.
-No digas tonterías mujer!
-Es mío. Seguro. Algo mío tiene.-Seria- Y si te hace daño?
-No lo hará, mientras esté dentro, pero si vuelvo a perderlo me matará.
-Y yo a él…
Y parió un niño.
El mismo día que a Antonio le atropellaba un tranvía en la calle Fuencarral.
Cándida decidió volver al pueblo.
-Vente conmigo. Antonio tenía ahorros, y viviremos en la casa de mis padres.
-No puede ser. Me seguiría, mataría a nuestro hijo si hiciese falta. Es un animal
El día que volvió a pegarla volvía borracho de celebrar su paternidad.
Se durmió, para no despertar nunca más.
Auxilio!!! Ggritó por la escalera María justo cuando Cándida cerraba silenciosamente su puerta. Ayuda!! Mi marido ha tropezado y se ha golpeado con la cocina de hierro, socorro. No respira.
Y en un autobús de línea, tras vender los muebles de las casas de ambas se marcharon al pueblo.
A comenzar su nueva vida.
Nunca soledad, siempre juntas.
Cándida murió el año de las olimpiadas. Con casi 95 años.
Junto a su lecho de hospital dándole la mano María, de casi 20 años menos.
Y sola, en silencio tras la última despedida se marchó de nuevo a la residencia que compartían y se metió en la cama. Habían decidido marcharse juntas a la residencia, para no molestar, cuando nacieron sus nietos.
Había sido una buena vida, siempre juntas. Pensó sonriente mientras se dormía.
No despertó. Su hijo Miguel recibió la noticia cuando aún no había asimilado la muerte de su tía Cándida.
Y llamó a las hijas de esta, para darles la noticia.
No quisieron nada de sus pertenencias en el asilo, dolía tanto que decidieron que otros las recogieran.
Fueron guardadas en una caja, en común las cosas de ambas, y tiradas un par de meses después a la basura.
Si alguien la hubiese revisado habría sido testigo mudo y asombrado de una historia de amor de más de 50 años.
Un amor que sobrevivió a todo, en silencio, a escondidas…
Un amor de damas, de amores imposibles donde las historias acaban bien.
Una amistad y una lucha para sacar adelante a una familia.
Unos hijos que crecieron en un mundo distinto.
Un mundo que hoy disfrutan sus nietos, en libertad…