Fetichismos

El fetichismo es un práctica sexual que todavía tiene mala fama entre los policías del género, e incluso dentro de la propia comunidad gay. Eso de lamer zapatillas, vestirse de cuero, oler pies o coleccionar calzoncillos usados sigue viéndose como algo enfermizo, irrisorio o degenerado. Esto nos muestra que todavía queda mucho camino por recorrer en el desmantelamiento del orden heterosexual, y mucha autocrítica que hacer en el seno de la comunidad gay.

Pero para empezar… ¿qué es eso del fetichismo? El fetiche es un objeto que está investido de propiedades especiales, de un poder casi mágico o simbólico que va más allá de su naturaleza material (de feitiço, en portugués, magia o hechizo). Dentro de las conductas sexuales se denomina fetichismo a la práctica sexual con un objeto, donde la excitación y el orgasmo sólo se pueden conseguir por medio del contacto con ese objeto especial (zapatos, ligueros, calcetines, calzoncillos, pies…). Esta sería una definición psicológica muy estricta de la tradición médica, que ha patologizado históricamente al fetichismo como una enfermedad. En general, todos tenemos componentes fetichistas: nos atrae un bigote, una barba, una camisa, nos ponen las botas de un chulo, ciertos calzoncillos… quizá no siempre usamos esos objetos para el sexo (o quizá sí) pero a menudo animan el deseo y el morbo.

Freud analizó esta práctica en un famoso artículo titulado “El fetichismo”. El oso vienés padre del psicoanálisis concluye que la fijación sexual a un fetiche se origina como una reacción inconsciente al descubrimiento traumático que se tiene en la infancia de que la mujer no tiene pene. Es decir, de algún modo el niño curioso que merodea en las faldas de su mamá o de su criada se queda enganchado a un objeto (el liguero, la media, el zapato, el pie) cercano a ese descubrimiento del que no quiere saber nada. Freud no nos dice nada de cómo funcionaría este mecanismo en las mujeres (¿es traumático para ellas descubrir que los hombres no tienen coño?, ¿hay mujeres fetichistas?).

Psicoanálisis aparte, la tradición más interesante sobre el fetichismo es la que ha surgido de las propias comunidades de sus practicantes. En los años 50 comienzan a aparecer pequeñas comunidades gays que crean la llamada cultura leather (cuero), donde se produce una apropiación de elementos de las clases trabajadoras y de las culturas industriales y militares posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Estas comunidades erotizan las chaquetas de cuero de los obreros, las botas militares, los uniformes, los monos de trabajo, los trajes de los marineros, las herramientas, los olores del caucho, del cuero y del sudor… Estas culturas se han desarrollado enormemente en los últimos años, y se organizan en asociaciones, clubes y fiestas donde los diferentes fetiches son utilizados de formas nuevas y creativas para el disfrute sexual. La red Project X coordina desde comienzos de los 90 a muchos bares y clubes de Europa leather y fetichistas, y lo mismo ocurre en todos los países donde existe una cultura gay.

Un elemento importante de las culturas fetichistas es el fuerte sentimiento de comunidad que han desarrollado, un sentimiento que tiene sus consecuencias políticas, como han analizado teóricas queer como Gayle Rubin o Pat Califia. Estas comunidades sirven no sólo para defenderse de los ataques de la sociedad homofóbica, o de la incomprensión de muchos gays bienpensantes y “limpios”, sino para articular espacios de aprendizaje mutuo sobre prácticas diversas, sexo seguro, organización de festivales de cine o literatura, y para crear medios de comunicación alternativos, es decir,  espacios propios de disfrute sexual y cultural.

Por supuesto los antropólogos heteros ya se han excitado ante este nuevo yacimiento de “tribu rara y desconocida”, y con su mirada entomológica cosifican de nuevo a estas comunidades diversas (por ejemplo, la antropóloga Olga Viñuales acaba de publicar “Armarios de cuero”). Por suerte las cosas van por otro lado, lejos de la academia. El futuro de las culturas fetichistas está en su capacidad de organizarse y en su vitalidad interna. Si tienes curiosidad, es muy sencillo: coge tu fetiche favorito y vete a la fiesta Sleazy, o monta tu propia fiesta guarra en el sótano de tu casa con tus amigas lederonas.

Javier Sáez

 

Para más información sobre este tema, leer el artículo “LA CONSTRUCCIÓN DE UNA SUBJETIVIDAD PERVERSA: EL SM COMO METÁFORA POLÍTICA Y SEXUAL”, de José Manuel Martínez Pulet, en el libro “Teoría queer: políticas bolleras, maricas, mestizas, trans” (VV.AA.), Egales, 2005.

 

Rubin, Gayle: «Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad.» En Vance, Carole S. (comp). “Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina” . Madrid: Editorial Revolución, 1989.

Califia P., Public Sex; The culture of radical sex, Cleis Press, San Francisco 1994.

Excesos de la masculinidad: la cultura leather y la cultura de los osos: http://www.hartza.com/osos4.htm

 




La actuación del sujeto

Sartre puso el ejemplo de un artesano para explicar que de la existencia precede a la esencia. Antes de construir un artefacto, se dedica a pensar y planificar de qué forma lo hará, de modo que tiene en su cabeza los planes y características de ese artefacto futuro; esto sería la esencia. Aplicando la metáfora a los seres humanos, diríamos que no hay ninguna esencia o plan previo a la propia existencia del sujeto, aunque sea precisamente esto lo que propugnan las ideologías religiosas. De ahí deducimos que carece de todo sentido el atribuir naturaleza a los seres humanos.

Si la existencia del sujeto siempre se produce en el espacio y tiempo de la sociedad, ya sea encerrado en su propia casa y en supuesto aislamiento, el lenguaje y la ideologías propia de la sociedad se encontrarán ya en dicho sujeto, entonces se trata de un ser social y, por tanto, político. Aquí se introduciría uno de los grandes debates de la ciencia política: ¿qué es más importante, la estructura en la que vive el sujeto o la actuación del mismo? Después se incluiría también el concepto de estrategia.

La mayoría de los politólogos influidos por corrientes tan críticas, interesantes y fecundas como el estructuralismo, han rechazado tal etiqueta. Pues podía dar lugar a malentendidos, como que sólo dieran importancia a la determinación que las estructuras (los Aparatos Ideológicos del Estado teorizados por Althusser, por ejemplo), sin reconocer capacidad de actuación y decisión “no determinada” en el sujeto. En la otra parte del debate, los partidarios de que la actuación del sujeto se vincularon a ideologías liberales y de derechas al principio, aunque enfoques como la teoría de la elección racional han superado tales tradiciones, creyendo que los sujetos tomaban decisiones con capacidad racional y una cierta libertad, dando en ocasiones por supuesto que la información se encontraba repartida simétricamente.

Pero los partidarios de la teoría de la elección racional no han conseguido explicar la toma de decisiones en contextos complejos, porque presuponen una esencia a la naturaleza humana. Pensando que los seres humanos sólo deciden y actúan espoleados por intereses egoístas, estos analistas son incapaces de demostrar por qué en ocasiones sus predicciones fallan, y las elecciones se basan en la solidaridad, la empatía, la imaginación, etc. Como decía Sarte, la existencia precede a esencia y, si los seres humanos deciden en numerosas ocasiones movidos por el egoísmo, se debe a las condiciones de su propia vida, al contexto espacial y temporal en que desarrollan sus actuaciones.

Además, los partidarios de la actuación, presuponen la unicidad del sujeto. Aunque Sartre no era estructuralista, Foucault podría ajustarse mejor a la importancia que revierte la estructura (carcelaria, laboral, educativa, etc.) En sus últimas obras, el autor de “Vigilar y castigar” acaba por apuntalar su apuesta por la “muerte del sujeto”, al que considera una ficción. Pues es el cuerpo, la multiplicidad de los deseos, víctima del poder, el que contradice esta supuesta unidad del sujeto. Foucault apostó a que el sujeto no podía ser el centro de saber, y en los ejercicios que hizo de “arqueología” en obras como “Las palabras y las cosas” y “Arqueología del saber”, unos análisis que buscaban las condiciones de surgimiento del saber a través de distintos cortes o aberturas que se produjeron en los siglos XVII y XVIII y que posibilitaron movimientos en el ordenamiento del saber. Lacan, otro pensador que destaca el papel de la estructura, teorizó sobre la “escisión del sujeto”, es decir, la separación entre las pretensiones de unidad del sujeto y la imposibilidad que supone el inconsciente de lograrla.

Aquí nos decantamos más por la visión de Foucault, dado que Lacan sigue en cierta forma remontándose a Freud y a la “fundación del sujeto” a través del complejo de Edipo, que Foucault se encarga de refutar. Pero sí hemos nos hemos remitido a la filosofía cuando hablamos de un debate en la ciencia política, es para criticar precisamente a los partidarios de la actuación del sujeto que, por un lado, privilegian la esencia frente a la existencia, y por otro, no comprenden que el sujeto es una ficción analítica, un objeto (como el yo, la conciencia, etc.) que es contradicha por el cuerpo y la multiplicidad del deseo. El sujeto, como centro del saber, ha sido posible por una transformación en las condiciones de emergencia de la episteme.




Freud, Lacan: El sexo a la deriva

«El goce fálico es el obstáculo por el cual el hombre no llega, diría yo, a gozar del cuerpo de la mujer, precisamente porque de lo que goza es del goce del órgano».

Lacan, Seminario 20, «Aún».

 

Un refrán nicaragüense dice que «cuando un sabio señala las estrellas, los tontos miran al dedo». Creo que a una gran parte del movimiento de liberación de lesbianas y gays les ha pasado eso respecto al psicoanálisis. De la ingente obra de Freud sólo han trascendido en la mayoría de los escritos de muchos teóricos queer dos o tres tópicos, a saber:

– Freud llama «perversión» a la homosexualidad, en su obra Tres ensayos para una teoría sexual (de 1905), por lo que parece ser que la considera algo anormal, insertándola en el sistema médico- patologizante homófobo que se inició a finales del siglo XIX.

– Freud establece una especie de desarrollo armónico heterosexual al final del complejo de Edipo, una vez «superadas» esas fases infantiles polimorfas donde hay deseos bisexuales y de otro tipo. Es decir, sería uno más de los que legitiman el sistema hetero-normativo.

– Freud sería un machista homófobo porque plantea que las mujeres tienen «envidia del pene», o sea, que les falta algo que los hombres tienen, y además las lesbianas quedarían excuidas del mundo del deseo según este proceso falocrático.

En estas críticas habituales a Freud se olvidan bastantes cosas. En primer lugar, que los desarrollos iniciales de su teoría (que he caricaturizado aquí) fueron modificados sustancialmente por el mismo Freud en sus obras de los 30 años siguientes, hasta el punto de no considerar la homosexualidad como algo específico a «tratar», sino una orientación sexual más en medio de una infinita multiplicidad del deseo donde no hay lugar para la normalidad, ni siquiera heterosexual («Carta a una madre americana»). También aporta una crítica feroz al psicologismo y a las visiones «organicistas» o biologicistas del deseo, que incluso hoy siguen pensando que el deseo de los sujetos está escondico en ciertas partes del cerebo o en algún rincón de los cromosomas.

Muchos teóricos queer omiten también a otro autor fundamental que puso de relieve el potencial subversivo de la obra de Freud, y que en su enseñanza desde 1950 a 1980 elaboró un desmantelamiento implacable de las categorías de hombre y mujer, de relación sexual y de armonía entre los sexos: nos referimos a Jacques Lacan.

La obra de Freud y la de Lacan suponen dos herramientas fundamentales a la hora de cuestionar la construcción social y discursiva de «la homosexualidad», siempre y cuando sepamos mirar hacia dónde apuntan y no nos quedemos en la literalidad de sus textos. Evidentemente, es cierto que Freud asume en su lenguaje muchos de los prejuicios positivistas y machistas de su época, pero eso no invalida la totalidad de su obra. De hecho, ya es bastante sorpendente que un médico de la burguesía vienesa de finales del XIX llegue a asumir (por primera vez en la historia de la cultura occidental) que no hay una normalidad en el deseo, que el deseo humano no está relacionado con la biología, que las prácticas sadomasoquistas, lesbianas, masturbatorias, coprófilas, etc, no son algo «especial» o de «los otros», y que la «heterosexualidad» no es un estatuto natural, sino más bien una aspiración impuesta culturalmente que además nadie cumple sin pagar un precio.

Cuando Lacan afirma que «no hay hombres ni mujeres, sino tan sólo sujetos, todos castrados, todos perdidos», está abriendo las puertas al terreno de la multiplicidad, a una concepción del deseo humano que no tiene que ver con el discurso de la ciencia, ni con el de la psicología, ni siquiera con esa «incitación a saber sobre el sexo» que denució Foucault en La voluntad de saber, puesto que lo que plantea Lacan precisamente es que «no hay saber sobre el sexo», y que ese «no saber» tiene efectos sobre los sujetos, pero siempre efectos de singularidad, que no se clausuran en la hermenéutica ni en ningún discurso de salvación o transparencia explicativa.

Otra confusión muy común sobre Lacan, que se da también entre algunas teóricas del feminismo (otras, precisamente, son lacanianas), es la de considerar «el falo» (noción simbólica, que nadie posee) como «el pene», el órgano. Esa confusión es precisamente la que marca muchas vivencias de la sexualidad llamada «masculina» (esos hombres, esas mujeres, homos o héteros, fascinados por la esperanza de un pene todopoderoso). En la medida en que el falo no da respuesta a la pregunta «qué es ser un hombre y qué es una mujer», el sujeto no tiene una relación a priori ni con el género, ni con el otro, ni con el cuerpo, ni con el sexo biológico (ni consigo mismo). Mayor carga de dinamita para el orden social y (hetero)sexual, imposible.