“Los hombres dicen que las mujeres se sienten realizadas a través de la maternidad, y la sexualidad refleja lo que los hombres piensan que encontrarían cumpliendo si fueran mujeres. Las mujeres, en otras palabras, no tiene envidia del pene; los hombres tienen envidia del coño...”
VALERY SOLANIS, Extractos del SCUM (Society for Cutting Up Men)
Estaría bien distinguir la interpretación que la mujer hace de sí misma, de cualquier otra. Pero, hoy por hoy, las imágenes que las mujeres reconocen como identidad propia están heterodeterminadas, y obedecen a estereotipos marcados hace tiempo. La imagen de la mujer es, en la mayoría de los casos, la imagen masculina que la mujer toma e imita, hasta el punto de presentarla como suya. Y aquí da igual el origen social. ¿Qué tiene en común el mundo de una mujer pequeñoburguesa, que se ve a sí misma como consumidora, acude a la peluquería, lee revistas femeninas, y se lleva ese mundo de imágenes a su casa; con el de cualquier otra mujer? El sello masculino se impone de manera innegable, marcando su superioridad. Es difícil para el hombre aceptar una mujer altamente intelectual o cargada de fortaleza. Por el contrario, en las revistas femeninas aparece siempre la fórmula del ama de casa inofensiva. La “domesticación” de esta imagen se hace presentando igualmente la contraria: Marilyn Monroe se convirtió en un mito tras su muerte, pero más como un símbolo de aviso o escarmiento por sus “excesos” que como un modelo a seguir. Si pretende ser libre o independiente, se la considera una “vampiresa” o poco más que una puta. Si resulta demasiado fuerte, como en el caso de la imagen creada de Juana de Arco, ésta se convierte en niña y santa, es decir, se la despoja completamente de su feminidad.
El tópico de la “femme fatale” nos lleva a la mujer inalcanzable, infantil, perversa, alejada de la razón del hombre, con una naturaleza irreductible e incluso inexplicable. Ya pueda ser en la Lulú de Frank Wedekind (llevada a la ópera por Alban Berg), la Salomé de Oscar Wilde, o la Electra de Hofmannsthal (también escenificada por Richard Strauss), la perversión de la mujer solo puede acabar con su muerte. Todas las imágenes históricas de la mujer han repetido este mismo esquema, sobre todo en la tradición religiosa: Eva, Dalila, Judith. En todas ellas resulta perfectamente perceptible la inquietud y la amenaza. En 1983 el grupo femenino “Las Vulpes” interpretaron la canción “Me gusta ser una Zorra” en el programa de TVE “Caja de Ritmos”, lo que motivó su cierre por escándalo público.
Llevando la provocación de modo más extremo, las “Pussy Riot” fueron condenadas a dos años de cárcel por vandalismo al actuar en la catedral de Moscú en 2012, en un acto de reivindicación política. Su ejemplo fue seguido aquí en protestas contra la Iglesia y el Partido Popular por su legislación sobre el aborto. Es el modo en el que la mujer utiliza su imagen estereotipada, creada por el hombre, para darle un sentido reivindicativo con un profundo valor feminista. En la letra de “Me gusta ser una Zorra” (“Si tú me vienes hablando de amor, qué dura es la vida, cual caballo me guía, permíteme que te dé mi opinión: Mira, imbécil, que te den por culo, me gusta ser una zorra”), ya hay toda una declaración de principios, de independencia y de libertad con respecto al poder y los valores del macho dominante y sus esquemas familiares, reproducidos en las doctrinas religiosas. Al usar las bases revulsivas del punk, el mensaje calaba en los cimientos de las normas de conducta aceptables por el sistema, volviendo del revés sus estereotipos. La imagen de las mujeres mostrando sus pechos ante el cardenal Rouco, o en el Congreso de los Diputados, muestra igualmente la subversión del discurso machista. En la hora de la emancipación femenina, las muertes producidas por esta voluntad de liberación, demuestran la crisis y el final del mito heredado y moldeado históricamente para considerar a las mujeres como “una minoría”.
En su libro “El Segundo Sexo”, Simone de Beauvoir, analizó estos “mitos” sobre la existencia femenina: “Es difícil describir un mito, no es posible tomarlo y circunscribirlo; atormenta a la conciencia, sin presentarse jamás ante ella como objeto definido. Un mito es tan fluido y lleno de contradicciones, que de entrada no se puede describir su unidad. Dalila y Judit, Aspasia y Lucrecia, Pandora y Atenea, la mujer es a un tiempo Eva y María. Es un ídolo, una sierva, fuente de la vida, poder de las tinieblas; es el botín del hombre, es su perdición…” Al considerar a la mujer como una existencia marginada, concebida en tonos peyorativos por la conciencia masculina, el hombre siempre la ha relegado a un papel secundario, y la ha integrado dentro de las “categorías” a defender, junto a otras “minorías” étnicas, religiosas o sexuales, como los negros, los judíos o los homosexuales, cuando el concepto “mujer”, como el de “hombre”, son simples referencias de género, que, hoy por hoy, andan en revisión.
Las imágenes de lo femenino y lo masculino, formuladas como aprendizaje cultural, subjetivizan el deseo, y nos hacen replantear los roles y los comportamientos. Tradicionalmente, a este aprendizaje se une la fabricación de objetos formales de atractivo físico femenino, que se interiorizan en la memoria de las mujeres, a fin de que externalicen su presencia material, transformando su carácter humano en producto de consumo y de moda ante la opinión pública. Así se logra la conexión entre el objeto del “encanto” femenino con el “deseo” masculino. Esto conduce a una disociación cognitiva, que marca los lugares y los límites del hombre y de la mujer, y que conduce a un diálogo de sordos, que se perpetúa en el tiempo, y que no produce más que a la incomprensión de dos mundos opuestos: la mente masculina ha formado toda una colección de fantasías imaginarias sobre la sexualidad femenina, y las ha convertido en dogmas universales, cuando no tienen sino una naturaleza “fantasmal”. Esta es la verdadera razón del uso de la pornografía, de carácter esencialmente masculino, al reproducir la imagen del “hombre cazador” y “mujer presa”.
Pero esta imagen “depredadora” no implica sino la realidad del miedo masculino a admitir su incapacidad por liberarse de su propio rol aprendido, del estereotipo de género, por el que se le adiestra a ser un varoncito machista, y que ha hecho posible durante tanto tiempo la existencia de una verdadera “guerra contra las mujeres”. Solo la perspectiva de un cambio sustancial en la “interiorización” del significado del concepto “género”, y la subsiguiente reformulación de los roles ligados a este concepto, nos permitirá romper el nudo gordiano de todos nuestros prejuicios machistas, y vislumbrar un nuevo tipo de convivencia.