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Aquellas bestias rugían y gritaban, llamando al alimento desde la oscuridad, sin embargo, éste se resistía a ser consumido. La familia entera alimentaba las llamas de la hoguera a un ritmo frenético, casi enloquecido; pues el fuego lo era todo en aquel momento, desde el día en que llegó la oscuridad, el día en que el cielo se apagó y las sombras cobijaron la tierra, el fuego se había convertido en la única esperanza, el fuego era vida.

El padre animaba a sus hijos para que no desistieran, en medio de la calle la hoguera ardía pero un fuerte viento soplaba en su contra; crudo y traicionero, intentaba extinguir las llamas que en aquel momento repelían a sus atacantes. La familia estaba exhausta, la mujer, con su bebé en un brazo, lanzaba trozos de madera al fuego mientras el padre, antorcha en mano, traía de las cercanías cualquier cosa de naturaleza combustible que pudiera encontrar; sillas, ropa, papel, todo con tal de mantener vivas las llamas, pero las criaturas estaban cerca, lograba ver la punta de sus hocicos de vez en vez por detrás de los autos abandonados, en los muros lejanos, en la oscura periferia, siempre acechando, siempre aguardando, hambrientos de carne y huesos, esperando por la más ínfima oportunidad de acercarse a ellos, un rápido salto y podrían llevarse a uno de los niños, un segundo sin luz y la familia sería suya.

Los niños tomaban todo lo que su padre era capaz de acercar y lo lanzaban al fuego, demasiado temerosos de buscar algo por su cuenta, mirando como la antorcha de aquel valiente hombre menguaba con la bestial fuerza del viento y cada vez que lo hacía una de esas criaturas intentaba acercarse, sin conseguirlo, pero muy cerca, demasiado.  El bebé comenzó a llorar y la mujer, asustada, trató de tranquilizarlo, lo arrullaba y susurraba cosas dulces a su oído, pero el indefenso infante gritaba desesperado por la pena, por el fío, por todo aquello que aquejaba a su familia. Los hocicos visibles comenzaron a aumentar, las criaturas aullaban con más fuerza, atraídas por el llanto del bebé, aquel sonido los excitaba, los ponía ansiosos y salvajes, descontrolados, hambrientos.

Los niños acarrearon cosas a las llamas con más brío, pues el canto de las criaturas, ese aullar desenfrenado y gutural, resultaba sobrecogedor, espeluznante. El padre, con dificultad, buscaba en los escombros cualquier cosa útil, pero el material se estaba acabando y las criaturas eran demasiadas, a este paso se quedarían pronto sin cosas que quemar. La respiración de una de las criaturas lo hizo sobresaltar justo a tiempo para esquivar sus monstruosas fauces, se había acercado por la sombra que proyectaba su cuerpo con la luz de la antorcha. Antes de alejarse logró golpearla con el objeto en llamas y el animal profirió un chillido de dolor, los golpes no lo dañaban pero la luz del fuego…

La familia se había quedado petrificada un momento al ver a la criatura abalanzarse, pero el hombre la había repelido, incluso había logrado golpearla. La angustiosa mirada de la mujer derramo un par de lágrimas, no sabía cuánto tiempo más podría soportarlo, abrazó con fuerza a su bebé, el llanto había disminuido pero las criaturas continuaban al acecho, profiriendo sus ansiosos gritos, sus protestas ante el alimento que se resistía a ser comido.

La fuerza del viento aumentó conforme los minutos pasaban y así la hoguera continuaba consumiendo cuanto arrojaban en ella a una velocidad endemoniada. No había suficiente material en la ciudad para alimentar el fuego bajo aquellas condiciones, el hombre acarreaba más y más objetos pero aun así el tamaño de la hoguera disminuía, su brillo se hacía más tenue y las bestias se acercaban cada vez más. Los niños parecían estar a punto de desfallecer, sus cuerpos se movían con torpeza, sentían los brazos débiles y cansados, no obstante su madre trataba de alentarlos, trabajando con todo el ahínco posible.

Una ráfaga de viento especialmente fuerte golpeó contra ellos, algunos muebles a medio incinerar salieron despedidos de entre las llamas. El hombre trató de proteger la antorcha con su cuerpo pero no fue suficiente, aquel inesperado golpe arrebató la luz de su punta, apagándola tan deprisa que nada pudo hacerse. Se encontraba a solo unos pasos de la luz de la hoguera, pero inclusive un solo paso habría sido demasiado, antes de lograr moverse siquiera sintió la primera mordida en uno de sus brazos, el dolor era brutal, las fauces de aquella criatura tenían una fuerza descomunal, quebró sus huesos y arrancó la extremidad como si fuera una rama quebradiza. Media docena de bestias se abalanzaron sobre él, que sin importar lo mucho que intentó resistirse fue destrozado por ellas, devorado a una velocidad tal que su familia apenas fue consciente de lo que había ocurrido cuando su cuerpo había desaparecido del todo en las entrañas de las hambrientas criaturas.

La mujer profirió un grito de agonía, los niños lloraron y se abrazaron a ella, su padre había muerto. Ahora solo quedaba ella pero no se daría por vencida, no dejaría que esas criaturas, esos demonios, se alimentaran con sus hijos sin pelear. Colocó al bebé en los brazos de uno de los niños y los acercó al fuego, tomó un leño encendido y corrió hacia las criaturas blandiéndolo, estas huyeron sin alejarse demasiado, la mujer tomó el maletín que su marido cargaba un momento antes y lo llevó a la hoguera para arrojarlo, luego se alejó nuevamente para buscar más cosas que quemar.

El bebé lloraba al igual que los dos niños junto a la hoguera, pero la mujer, a pesar del dolor en su pecho, del terrible sentimiento de saber que su esposo no volvería, continuaba buscando cosas que quemar. Pasara lo que pasara tenía la convicción seguir adelante hasta su último aliento, el fuego era todo lo que tenían, el fuego mantendría vivos a sus hijos mientras ella continuara luchando, no podía detenerse, tenía que seguir hasta el final.

 

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