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Seduzcamos a los que no han querido el cambio. Mostrémosles que merece la pena arriesgarse”. Este es el nuevo espíritu del tiempo que amanece, y que nos permite confiar de nuevo en nuestro valor social como ciudadanos. Las palabras de Manuela Carmena han calado en la caja negra del inconsciente colectivo, y nos han mostrado la indefinición de los límites a los que nos habíamos acostumbrado. Ni siquiera la furia viperina de Esperanza Aguirre, clamando por la unión de las “fuerzas que garanticen el orden constitucional”, puede ya nada contra el tiempo nuevo. Ni esa mal llamada “izquierda” socialista, minimizada como nunca lo había sido en el Ayuntamiento de Madrid; que no sabe cómo reaccionar ante la avalancha del pueblo de pronto organizado sin su control; que sigue repitiendo el mantra del “liderazgo” progresista sin saber que su organismo se descompone sin remedio; sabrá cómo neutralizar la ética de quien llega con la limpieza de intenciones de Manuela Carmena y lo que representa. Porque “Ahora Madrid”, como los demás movimientos populares que han demostrado su capacidad de organización y reivindicación de los derechos robados a la ciudadanía, ha dado una verdadera lección de democracia a los partidos tradicionales, cómodamente instalados en un turnismo asfixiante, que parecía quebrar cualquier confianza en la regeneración de la vida política. Una vieja política mentirosa, que sembró la sociedad de competitividad, individualismo, espejismos de riqueza, desigualdad e injusticia. La decepción causada por modelos heredados del siglo XIX tiene que dar paso a un nuevo concepto de gestión pública, que permita pensar en un presente sin miedo.

Como muchos de su tiempo, mis padres se pasaron la vida pensando en el día de mañana. «Hay que ahorrar para el día de mañana», «tú piensa en el día de mañana», me decían. Pero el día de mañana no llegaba. Pasaban los días y los años, y el día de mañana no llegaba.De hecho, mis padres ya están muertos y el día de mañana aún no ha llegado. De hecho creo que fue antes de ayer. El tiempo es esa incómoda sensación de constante insatisfacción al fijarte una meta que, o parece que está demasiado cerca, o no acaba de llegar. Ha habido demasiadas vidas perdidas, hundidas en el pesimismo de un presente inacabable.Como amante de la Historia, siempre me interesó este tema. “Cada cosa tiene su tiempo”, se suele decir. “El tiempo lo cura todo”, … frases hechas o tópicas, pero no totalmente faltas de razón. La relatividad o subjetividad de la memoria no siempre nos hace guardar los recuerdos de tiempos pasados con imparcialidad. La «verdad» de un momento se va reconstruyendo dependiendo del interés de tiempos posteriores, o se desdibuja hasta perder claridad o importancia. «La Historia me absolverá» dijo Castro un día; «Los árabes aún no me han pedido perdón por haber invadido mi país» se quejaba Aznar; «la guerra contra el terrorismo durará al menos quince años» aseguraba un ministro británico de Gordon Brown (¿alguien le recuerda?); «la revolución es un tren hacia un destino luminoso«, predecía un Lenin eufórico en 1918. Todos creen estar en posesión de la verdad de su propio tiempo, tanto el pasado, como su presente, y el futuro hipotético. La clave es parecer seguro, y no dejar que se filtre algo de esa insatisfacción que haría tambalear todos esos planes que se montan con tantas alharacas. Si se intenta ocultar algo por miedo, entonces se aprende a mentir, y a intentar controlar que no salga esa parte abominable que no se quiere dar a conocer por nada del mundo. El poder se trata de eso en gran parte; Franco ganó una guerra, que pareció darle todo el poder que le permitieron las fuerzas que le apoyaron, para intentar hacer desaparecer u ocultar lo más posible el baúl de los horrores a través de los cuales fue posible su dictadura. Pasaron cuarenta años hasta la democracia, pero incluso después de todo ese tiempo, aún se debate qué hacer con aquella memoria histórica. ¿El tiempo lo cura todo? Acabó el juicio por el 11-M, que tanto dio que hablar, sobre todo después de que desde posiciones ultraconservadoras, se intentase manipular los hechos con la famosa teoría de la «conspiración», para ocultar o «borrar» lo más posible su propia vergüenza por la responsabilidad que tuvieron en esos graves sucesos. Pensaban que el tiempo lograría hacer olvidar, que desvirtuarían su sentido, o simplemente podrían darle la vuelta. Nunca hemos tenido un gramo de decencia política, y, como sociedad, hemos interiorizado las prácticas anómalas de sus tácticas, típicas de un sistema basado en el marketing.

El desencanto fue una palabra muy usada durante la Transición. Servía para definir un estado de ánimo cercano a la decepción cuando se pensaba en lo que hubiera podido ser y no fue. El realismo conducía al desencanto. Un presente que no coincidía con las expectativas que muchos tenían sobre la vida que esperaban tener y la sociedad en la que soñaban. La vida cotidiana evolucionaba a un ritmo que no coincidía con la propaganda. No es que seamos más pobres o más ignorantes; es que no hemos solucionado nuestro problema fundamental: seguimos insatisfechos con algo muy íntimo y necesario, la soledad que produce la defensa frente a una sociedad cada vez más agresiva que solo piensa en el dinero como meta principal. Todos desconfían de todos. Nadie cree a nadie. Y cuando parece que has encontrado algo bueno, la incredulidad y el miedo te vuelven inseguro y hostil, y regresas a la caverna de donde saliste. Estos tiempos de crisis han estimulado el caldo de cultivo de nuevos métodos de actuación reivindicativa mediante acciones ejemplares, acciones simbólicas, que, desde el 15-M, han hecho de la toma de la palabra una herramienta militante, que amplía la estrecha definición que existía de la política, donde ya no es suficiente el límite del partido, y en la que se abre el debate a nuevas problemáticas en el espacio público. Lo que se debate, y en esto estriba el éxito de las mareas ciudadanas, es la consecución de una democracia real, que choca frontalmente con las tradicionales posiciones reaccionarias, por desgracia muy típicas de la herencia feudal y caciquil tan arraigada en nuestro país. No hay que olvidar que España sufre un retraso considerable en su desarrollo socio-económico con respecto a Europa occidental. Lo recordaba Félix de Azúa en su artículo «Cavilaciones de un viajero» (El País, 27-5-09):

La sociedad española de la Segunda República se parecía más a la francesa del Antiguo Régimen que a la del siglo XX. Cuando comienza la tecnificación, hacia 1810, este país era un trozo de África clavado en Europa. Los soldados franceses de la guerra napoleónica debían juzgar a la población rural española más o menos como los marines americanos a la de Irak: tribus analfabetas, de un arcaísmo insondable, fanáticos de su religión, sujetos a la esclavitud política y contentos con ella … /… Cuando en 1906 publica Baroja su trilogía La Lucha por la Vida, el retrato de Madrid que allí se expone es demoledor… /… Son estampas desgarradas de gente degenerada por la miseria, pero que viven a diez minutos de la Puerta del Sol. Y son legión… /… Si uno lee lo que escribía Azaña poco después, por ejemplo la célebre conferencia El Problema Español, que dio en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares en 1911, se tiene la impresión de estar asistiendo a una escena de la trilogía barojiana, pero en el ámbito de la política. Azaña muestra la abyección moral en la que se ha sumido a un pueblo dominado por caciques brutales y una jefatura del Estado que incita a la corrupción, el crimen y la barbarie… /… Sólo en 1980 comenzaría seriamente la evolución material y política que Europa había emprendido 100 años antes… /… Si uno examina los 100 años que han transcurrido desde aquellos textos de Baroja y Azaña hasta hoy, no puede extrañarse de la enormidad de agujeros, retrocesos, equívocos, chapuzas, cortocircuitos o puntos ciegos que aún quedan por resolver en la democracia española y en la vida material de los españoles. El abrumador poder del Estado, la burocracia asfixiante, el feudalismo fáctico, los privilegios de los poderosos, la arrogancia de los eclesiásticos, la nulidad de la enseñanza, la barbarie tolerada y aún azuzada por políticos y jueces, el narcisismo regional, la exigua ilustración de las clases dirigentes, no es nada más, en fin, que pura herencia.»

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