*PELIGRO: Relato autobiográfico. Se han detectado partículas humorísticas de procedencia extraterrestre.
Mil gracias al SanFran, a Burgos Dijital, Kaos en la Red, Diario de Vurgos, Viento Sur, Piedra Papel Libros, y a los camaradas de los tiempos de Izquierda Anticapitalista–Bur.
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Hola a todos,
Me llamo Atobas, y soy un adulto. Me alegra mucho deciros que, después de mucho esfuerzo y planificación, he sido padre. Mi niña aparece en la foto de arriba: se llama Nala y tiene la nariz húmeda y el cuerpo peludo. Es un amor.
Ahora nadie puede decirme que no soy maduro porque he sido papá y acabo de conseguir un empleo de 0,01€ la hora en una granja de clicks, y eso me convierte automáticamente en una persona adulta. Yo siempre digo que la renta básica universal no es algo serio. Lo que debemos hacer es crear más empleos de a céntimo, empleos que realicen cualquier actividad necesaria para la sociedad como: dar lametones a las farolas de Gamonal a ver si así estas intensifican la gentrificación actualmente en curso, espiar a los vecinos, contagiarse de una cepa de coronavirus que sea menos agresiva que la nueva, provocar peleas callejeras entre mastines tibetanos rabiosos con 7 cm de sangriento colmillar, o machacar vivos a tus hijos hasta que pierdan las ganas de vivir y estén bien sometidos a la autoridad de la familia y del capital. Yo soy adulto. Los niños no trabajan. Mi Nala está desempleada.
Yo soy adulto, y los adultos saben, mandan, ordenan, machacan, gobiernan. Lo jóvenes son entes amebaicos que se inventan palabras reketeraras pa esconder que son más chibaquiarcos que un jodido plátano catelanicio pegado a la pared y que no valen ni para zampalluársalos. Alberto Olmos ha declarado en la prensa que, después de ser padre, el resto de la peña que aún no ha traído un retoño para pisotearlo cuando llegue a la adolescencia e intente florecer por su cuenta y riesgo, el resto de la peñita, dice, le parece masa de granudos quinceañeros.
Yo estoy de acuerdo con Olmos, y también con Rendueles, que también defiende los Objetos Familiares Sí Identificados (OVNI, digo OFSI). Si no eres adulto con empleo e hijos, eres una mierda chamaco con cara verde de alíen; sin embargo, sólo he podido entender esto después de traer una preciosa y peluda hija al mundo, que tiene unos caninos finos como agujas, qué cosa más curiosa. Qué tamaña responsabilidad esto de los hijos, y qué hermosa, ¿no creen?.
Mi madre me enseñó que hay que tratar a los hijos como si fueran mascotas, pues en caso contrario se te suben a la chepa y no hay manera de meterlos en vereda. No eres tú, me decía mi madre cuando no me comportaba como un perrito; no eres tú, claro. Era eso, debía rendir pleitesía al macho alfa llamado papá, pero identificarme con la mamá sufridora y al mismo tiempo con supuestas pretensiones salvadoras. Debía renunciar a forjar mi propia identidad y mi propio nombre; era eso lo que mi madre me demandaba con todo el cariño del mundo. Si mamichuli estaba mal, yo debía aceptar esa transferencia y deprimirme; debía quedarme en casa o volver pronto del barrio. Si quedaba con una antigua novia, mamá me llamaba todo el tiempo; andaba muy preocupada por todos los supuestos peligros que me acechaban. Otras ocasiones, papá me decía que le molestaba que estuviera feliz, bailando en el sótano tras haber estado fumando migajas con Berry, en el mítiko Sanfran.
Buscando mi bien, mi madre me daba golosinas y yo, como un perrito, me las comía. Con que mi enfermedad empeoraba, a causa de los altos niveles de azúcares. Aunque lo que más me enfermaba era el estrés que me generaba sentirme vigilado a cada instante y en todo los ámbitos de mi existencia; dicha ansiedad me destrozaba el estómago y los nervios. Eres especial, decía mi madre, por no llamarme tonto a la cara, y por eso tengo que estar pendiente de ti. El Tonto de la Family y Mamá–Medea.
En el año 2012 ingresé en el hospital recién inaugurado de Burgos, habiendo estado meses vomitando dos, tres o hasta cuatro veces al día, por una enfermedad que era física pero también psicológica. Vomitaba sobre todo cuando me sentía más estresado. La mayoría de las ocasiones, ni siquiera me metía los dedos; la arcada llegaba por sí misma. Mamá andaba muy activa, llena de deseo por su hijo –como Santa María–. Yo pensaba que ella iba a acabar conmigo – me infundía verdadero terror y no era raro que apareciera en mis pesadillas–. Pensaba que me sacrificaría. Recuerdo que estaba echado en el camastro. Los ventanales de aquella planta del hospital eran amplios, pero la tarde anubarrada. Le pregunté por qué estaba tan contenta con un hijo así y me respondió que cómo se me ocurría decir eso y nos pusimos a discutir delante de una enfermera, que se marchó en cuanto pudo. Nunca olvidaré esa discusión, porque sé que ella lo hizo por mi bien. Tras salir del hospital, pedí a mamá que me dejara tranquilo. Ella me iba machacando hasta que yo mismo empezaba a pensar que cualquier sonido del estómago significaría un nuevo brote de la enfermedad. Sabía que algunas noches ella entraba en mi cuarto, cuando creía que estaba dormido; entraba con la cara resplandeciente de gozo, pensando que seguía enfermo y que requería de su supuesta salvación. Todo por el bien del hijo. La familia es lo primero.
Años después de la discusión en el hospital, mi madre seguía machacándome por mi propio bien. Estuve a punto de recurrir a la justicia, pero logré contenerme, sabiendo que una denuncia habría supuesto el final de la familia. Cuando la situación en casa volvía a tornarse insoportable, mi madre me mandaba al psicólogo, que –debo reconocerlo– me ayudó muchísimo, haciéndome comprender que mi madre me miraría como un niño hiciera lo que hiciera. Entonces entendí que había sido tan gilipollas durante aquellos años como para aceptar la mirada que mi padre y ella vertían sobre mí; yo me pensaba a mí mismo como un niñín perdido por ahí. Pero conocí a Sara y empecé a comprender, a su lado, que yo era una persona digna con una identidad: su amor me iba sanando.
¿Pero cómo fui adquiriendo identidad? Hablando, escribiendo, militando en IA–Burgos junto a mis camaradas: Berry, Serna, Acacio, Mariano, Marti, Antea y tantos otros. Empecé a contar lo que me pasaba, pero de forma fragmentaria, pues no me atrevía a sincerarme, y más dependiendo económicamente de la familia. Creo que algunos amigos acababan cansados de que siempre les hablara de la autoridad de la familia, la verdad. Luego escribí un ensayo sobre la autoridad, que publicó Piedra Papel Libros. Y es que debo a mis amigos – entre quienes me gustaría citar también a Dani y Ramos– que me escucharan a pesar de lo insistente que podía resultar; les debo al Sanfran, a Burgos Dijital, Kaos en la Red, Viento Sur, Diario de Vurgos (con V) y Piedra Papel Libros que me dieran la oportunidad de expresarme libremente.
Y como no me da la gana reprimirme, diré que un adulto es quien no se anda con zarandajas. Esto nunca lo he dicho públicamente, pero recuerdo que le había pedido a mi madre que no sacara de casa a Nala – mi amada hija mascotizada– sin correa, porque es una locuela adorable. Al poco pude observar con mis propios ojos que mamá había demostrado la determinación propia de los adultos, al tomar a mi perrita sin correa ni nada, para sacarla a pasear por la carretera que hay al lado de casa, a ver si pasaba algún coche. ¿Verdad? Porque si no hace eso la mamá, el tontito que tiene por hijo, se le sube a la chepa, y no. No, no, no. Una cosa es el niño y otra el adulto. No te jode, vas a matar todo lo que ama tu hijo, y encima este se queja; eso es porque es un joven agresivo, ¿no piensan ustedes lo mismo?
Un adulto sabe que los trapos sucios se deben lavar en casa, eso también lo aprendí de mi madre, y lo que quiere decir es que hay que censurar al tontito. Porque si Atobas habla entonces llevará el ser a la cosa al modo heideggeriano y entones se irá construyendo su propia identidad, poco a poco irá cogiendo confianza, y pensará en la manera de encontrar la vía de la reconcialiación – parcial, eso sí–. Pero eso no puede ser para mi mami; ella se repite una y otra vez que tiene el supuesto derecho de gobernar mi vida. Por eso trató de quitarme todo lo que amo: Sara, Nala, las flores de hassmín, hasta mi nombre propio (Atobas), todo. Ella me quiere quitar todo lo que amo, por mi bien, y no por su deseo de que regrese al hogar familiar. Quiere que me vaya mal, para que vuelva a su lado y ella aparezca como supuesta salvadora; desea que, de nuevo, sea su hijo–mascota.
Pero, mamá, lo que debes hacer es dejarme vivir en paz. Es que no eres tú, dice. Sí soy yo, mamá, una persona digna, un adulto de 30 años; si no lo ves, es tu problema. Quizás puedas obligarme a volver a casa – aunque estoy buscando curro–, utilizando la soga del lazo económico, pero no me llevarás de vuelta a 2012; no consentiré que me quites aquello que amo ni que acabes con mis ganas de vivir. Espero que puedas entenderlo, mamá.
A papá me gustaría decirle: siento mucho que te moleste que sea feliz fuera de la familia, estando con Sara, fumando flores con mis amigos o paseando con Nala. Tú te reíste de mí, papá, cuando te dije en 2012 que me estaba muriendo. Fue en la cocina, cerca del frigorífico. Te lo he repetido muchas veces desde entonces; yo lloraba, habiéndome arrodillado ante ti. Había perdido mucho peso, hasta quedarme en los huesos. Pero tú te reíste de mí por mi bien, no porque me quisieras en ese lugar, ¿no es cierto? Porque lo más importante es machacar al hijo para unificar a la inestable familia. Pero, papá: me gustaría que comprendieras que el problema de nuestra familia no soy yo, sino un conjunto de factores socioeconómicos –como la soga de la dependencia económica–, pero también relacionados con la falta de unidad de tu matrimonio – que sólo parece sostenerse sobre los hijos–.
Pero los hijos crecen y maduran. ¿Acaso ser adulto no consiste precisamente en responsabilizarse de las palabras y los actos?, ¿acaso ser adulto no requiere de atreverse a hablar?
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