(Imagen generada con IA)
El filósofo de la cardeña contra la ostra de la vampiresa
Víctor Atobas
Cuidado
cuidado atobas,
me dijo un amigo
durante la creada
hora nuestra;
cuidado
con los nunca colmados
colmillos en jadeo
de la vampiresa;
ha preguntado por ti,
igual que preguntó antes
por otros de nuestros amigos
que andan en guerrilla.
Desde entonces ando con ojo
ante la placa de barrote
tórtola carta
mazacote entorna lacre;
el foso es torreón enfila
el muro charco de rostrificación
en garrote depende
de qué calle hables ella aparece,
ella aparece en la hermosa cardeña
con fría rana
y anca aparte,
ella aparece:
terrible vampiresa
aquí y allá desnuda
encongelada,
menos seductora que los pechos de las larvas
bamboleándose desde las entrañas
de una ciruela pocha,
más alemana que una mariela enmárchita
bielá de muerta rancia encripta
inquisidora pelando monedas
para el rebosante saco
de la estaca última.
Desde entonces veo a la vampiresa
adoptar diversos murciélagos
pero, amigos míos:
¿os habéis fijado
en que la vampiresa lleva en todo caso
un aparato entre las manos
encendido con alcalina
pila de madero,
un aparato dotado con un sensorio
que pata la araña
cuando la red detecta los lúmenes
de nuestros colores en las calles?
El trabajo del filósofo,
amigos míos
que queréis ayudarme a encontrar trabajo
cuando ya tengo uno:
el trabajo del filósofo consiste
en apuntarse a la lista del paro
en la categoría de obrero del concepto;
os propongo que, a ese raro instrumento
que porta la vampiresa,
lo concibamos como la actualización del noúmeno
que no puede conocerse pero sí pensarse;
la actualización a cada frame fenómeno metamotor
de una trágala barrendera
que nos cepilla los ojos con panadera
escoba gris;
os propongo que, a ese raro instrumento
que porta la vampiresa,
lo llamemos engrisadera.
Vertiendo las hormigoneras
que marchitan nuestros cauces,
la engrisadera es una júnjuma que forma parte
de la enredadera de admitido tono de la trágala
tan feucha;
con previo permiso de la regidora del pueblo,
que, sin duda, concederá
a este pobre filósofo de la cardeña,
quisiera que nos acordáramos de Kant:
de entre las tres especies de complacencia,
sólo el gusto por lo bello
es libre.
Bañándonos en cascada
de resplandeciente
perla
vamos legando huellas de nuestros anhelos
gotas de centellas mil cromatismos
contra la desconchada herencia
de las fachadas grises;
el gusto por lo bello
es, también, gusto por el color:
¿por qué habríamos de continuar
temiendo a la fea
ostra engrisadera?
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